martes, 18 de noviembre de 2008

La violación que no cesa

No suelo manejar rápido y por eso pude observarla por unos segundos mientras me aproximaba a ella. Era alta, blanca pero bronceada, pelirroja, y estaría por los 45 años de edad. Vestía –es un decir– jeans, un polo sucio y rasgado, con la inscripción: «Love me true» y una especie de sandalias, no muy cómodas para el desierto. Del hombro derecho le colgaba un fusil de guerra. Una extraña aparición, en Namibia o en cualquier lugar.
Todas las mañanas, de lunes a viernes, mi trabajo en una organización no gubernamental me llevaba de la ciudad a una aldea a cuyos pobladores ayudábamos a instalar agua y alcantarillado. En el crepúsculo volvía a Windhoek.
La mujer caminaba hacia mí; es decir, se dirigía a la ciudad. Miraba al frente con ojos que probablemente eran pardos y su maquillaje, bajo cierto tizne, parecía limitarse a un lápiz labial rosado. Su figura solitaria destacaba, obviamente, en esa carretera no muy transitada. A los lados, un desierto entre pardo, rojizo y amarillento salpicado de arbustos resecos. Los ocasionales camiones, buses y carretas no se detenían por la caminante.
Pensé que esa mujer estaba arriesgando varias cosas. También que debía detenerme y ofrecerle un aventón, pero iba en dirección contraria. Suspiré y no me detuve. Ella no me miró.
El resto del día, mientras lidiaba con la sonriente burocracia local, una y otra vez recordé la imagen de esa extraña mujer. Esperaba que hubiera llegado sana y salva a su destino.
Al día siguiente, a la misma temprana hora y en el mismo lugar apareció nuevamente, siempre caminando con pasos seguros y firmes. Me quedé paralizado por unos instantes pero luego pensé: algún tipo de granjera. Y hace bien en estar armada. Pasé a su lado más lentamente, con la intención de saludarla y agitar una mano. Parecía algo rejuvenecida. No me miró.
Cuando esto se repitió al tercer día, tras una ligera duda resolví detenerme y lanzarle alguna advertencia sobre la delincuencia: un pretexto, claro, para entablar una conversación que podría conducir a una aventura. Namibia puede ser un lugar muy solitario. Como pretexto no era demasiado inteligente: si realmente era una granjera –o la mujer de un granjero– sabría más sobre ese y otros temas locales que yo, un latinoamericano que apenas llevaba un par de semanas en el país.
Me detuve a su lado. Por alguna razón tuve que modificar mi cálculo: no debía tener mucho más de treinta años. Le grité alegremente "Hi", a ver qué pasaba.
Posiblemente hablaría afrikaans, y añadí un "hallo"más bien alemán.
No sólo no respondió sino que ni siquiera desvió la mirada al frente o modificó su paso. Pero ahora pude ver sus ojeras y las arrugas en la comisura de la boca, el tostado –más que bronceado– de su piel y una que otra cana. Tampoco hizo gesto alguno para empuñar el rifle.
Su desinterés era tan extraño como ella. Como bien sabemos los científicos sociales –soy un ingeniero muy ligado a ellos– en zonas rurales la gente suele ser muy cortés, hasta formal. Cargar un arma no contradice tal actitud. El campesino es desconfiado pero no necesariamente agresivo. Esta mujer no parecía sino indiferente, lo que puede ser otro disfraz campesino; pero no el lápiz de labios ni el porte orgulloso o petrificado.
Petrificado, sí, o quizás la palabra sería robotizado. Un andar automático pero no torpe, pesado o masculino. Un ligero balanceo de las caderas, demasiado leve para ser erótico, no indicaba sino un hábito femenino inconsciente.
–¿Puedo ayudarla en algo?–pregunté en inglés.
Me pareció que pestañeaba, pero no hubo ninguna otra reacción. No interrumpió su marcha hacia la ciudad. Como si hubiera escuchado un trueno lejano. Arranqué y la dejé atrás. Nunca olvidaré mi visión en el retrovisor: una mujer alta, casi en harapos, fusil al hombro, cuyo cabello largo y rojo dorado encajaba perfectamente entre los colores del desierto y destacaba como un fuego entre rescoldos opacos. Se iba empequeñeciendo mientras el paisaje crecía a los lados de la carretera negra.
Durante todo el día me descubrí distraído y preocupado. Precisamente el descuido o la pobreza de su vestuario la hacía más hermosa. Pocas mujeres entenderán eso. Muchos hombres sí. Los contrastes me atraen más que las invitaciones. Pero, ¿qué imagen era esta? ¿Y qué me decía ese contraste entre belleza y desaliento?
Un día más: partí ansioso, calculando la hora y las distancias. Y todo había cambiado.
Era ella, sí, en el mismo tramo de la carretera, a la misma hora. Pero ya de lejos se notaba la diferencia: el trote era más ágil, las caderas se balanceaban con más decisión y una pizca de coquetería. Al detenerme junto a ella, de su rostro indiferente había desaparecido toda arruga y se había establecido, más bien, una muy discreta sonrisa. Esa sonrisa no era para mí.
Siempre me han acusado de pedante, entre otras cosas. La crítica más humorística ha sido:
–Piensas mucho para ser ingeniero.
Y ahora vaya si estaba pensando. Es, por supuesto, un prejuicio creer que un ingeniero –o un policía, o un abogado– no puede gustar de la poesía o de la pintura.
O, como en mi caso, de la ciencia-ficción. O que, por el contrario, un músico no puede ser un aficionado a la mecánica.
Tomé una decisión.
Di una vuelta en U, coloqué el jeep a su altura y la invité:
–Suba. La llevo. Es más seguro . No se produciría una catástrofe en los trabajos de la aldea si yo no estaba por un día o llegaba tarde. Los aldeanos no eran unos incapaces.
Por primera vez hubo una reacción.
–Mañana–dijo.–O quizás el día después.
Tras una pausa, como si de pronto recordara los buenos modales, añadió:
–Gracias.
Todo esto sin mirarme y con la sonrisa congelada en el rostro. El tono de su lápiz de labios se había intensificado. No podía tener más de veinticinco años.
–Okay–dije y di la vuelta nuevamente.
Casi no pude trabajar ese día. Ni dormir a la noche siguiente.
De alguna manera yo ya sabía lo que iba a encontrar esta mañana en la carretera: una chica de unos quince años, alta, pelirroja ardiente, ya tiznada por el sol y sin maquillaje, con un para ella sin duda pesado pero no tan incongruente rifle de guerra. Al cruzarme con ella a velocidad reptante, detecté un reflejo en los ojos que al principio tomé por alegre coquetería pero que luego identifiqué con lágrimas acumuladas. Me miró por un segundo y volvió a mirar al frente.
Sí, pienso –y leo– mucho para ser ingeniero, como dicen mis tolerantes amigos.
Parece que tengo una inusual capacidad para no asombrarme demasiado.
–¿Te llevo?–le pregunté, desde el jeep ya detenido.–¿Vas a Windhoek?
Le tomó el tiempo de aspirar aire y respondió:
–Tengo que ir al hospital central.
–Te llevo–repetí.
Volvió a dudar brevemente y se encaramó a mi costado. Dejó el rifle sobre sus rodillas, con el cañón hacia fuera. Cuando arranqué, me miró fijamente. Era la primera vez que parecía realmente interesada en mí.
Naturalmente mis ganas de una aventura sexual habían cedido gran parte de su lugar a un interés de otro tipo, pero no habían desaparecido del todo: una atractiva chica de 15 años crea un conflicto entre lo legal y lo instintivo. Pero sé controlarme en estas cosas y en otras. No puedo decir lo mismo de mi cerebro.
–¿Vas a visitar a alguien?–le pregunté.
–A mi madre.
–¿Accidente?
Mantuvo un silencio opaco. Y se decidió:
–Asaltaron la granja, mataron a mi padre y la violaron.
–Qué terrible. Yo...
–Por eso llevo este rifle.
–Haces muy bien, pero de todas maneras no deberías andar sola.
Emitió una pícara carcajada.
–Nadie me ve.
–Yo te veo.
–Eso es lo extraño.
Añadió.
–Por eso te hablo.
Me miró nuevamente.
–Tengo que llegar pronto al hospital. Un día más y sería demasiado pequeña para llegar a tiempo.

–¿A tiempo?
–Para el parto.
Delante de mí, la carretera vibraba por el típico espejismo del charco de agua.
Callé. Decidí dejarla hablar. Sabía que esta mujer reconvertida en chica tenía problemas, pero yo también: ¿quién deliraba, quién rejuvenecía diariamente? ¿En qué consistía el problema?
–Era una en un millón, supongo, pero quedó embarazada mientras papá se desangraba.
–¿Papá?–pregunté astutamente.
Me miró. Añadí:
–¿Cuál eres tú?
Sonrió.
–No lo sé.
Pensé: un ingeniero de ONG, con fanáticas lecturas de ciencia-ficción y mediocres intentos de escribirla, no puede ser cogido de sorpresa. Pero con este bon mot no dejaba de estar aterrado.
–¿Y ahora vas a la maternidad o a la morgue?
La dejé a la puerta principal del hospital.

***

Todo esto ocurrió hace dos meses y entretanto los aldeanos me ratificaron esencialmente la historia. Es siniestra y sencilla: una granja asaltada y saqueada, un granjero asesinado, su mujer, de unos 45 años, violada. No tenían hijos. Efectivamente,la mujer había quedado embarazada. Murió al dar a luz una niña muerta en el hospital central de Windhoek.
Nunca relaté, antes de ahora, lo que me ocurrió en la carretera.
Los aldeanos, siempre supersticiosos, como decía mi jefe.
–Cuentan al respecto una historia de fantasmas.
Claro, pensé, ¿pero el fantasma de quién?



-José B. Adolph, del libro Selección de relatos cortos-

2 comentarios:

g dijo...

Dos personas en un mismo cuerpo sin saber dónde acaba el mar y dónde comienza el cielo. Hay un montón de seres invisibles atrapados por la misma piel. me ha gustado mucho este cuento

Dante dijo...

Es maravilloso el cuento y la reflexión que has hecho. Yo mismo intenté plasmarla en una foto que se acercara lo más intrincadamente posible a la esencia del relato. Las divisiones espirituales están por encima de las materiales.