jueves, 30 de julio de 2009

La cosecha

El año en que empecé a decir «vaso», así, con v chica, un hombre al que apenas conocía estuvo a punto de matarme accidentalmente.
Al hombre no le pasó nada cuando el otro carro chocó con el nuestro. El hombre, a quien conocía desde hacía una semana, me sostenía en la calle de tal manera que me impedía ver mis piernas. Recuerdo que sabía que no debería ver, y sabía que, si hubiera podido, habría visto.
Mi sangre había bañado la ropa de ese hombre por delante.
Dijo: «Vas a estar bien, pero mi suéter se echó a perder».
Grité, por miedo al dolor. Pero no sentía ningún dolor. En el hospital, después de que me inyectaron, sé que había dolor en la sala —sólo que no sabía de quién era el dolor.
Lo que le pasó a una de mis piernas requirió de 400 puntadas, las cuales, cuando lo platicaba, se volvieron 500, porque las cosas siempre pueden empeorar.
Los cinco días que no sabían si podrían salvar mi pierna o no, los alargué a diez.

El abogado era el que usaba esas palabras. Pero sólo voy a hablar de eso unos párrafos después.
Teníamos una conversación sobre la apariencia: qué importante es.
Decisiva, es lo que dije.
Creo que la apariencia es decisiva.
Pero este tipo era abogado. Estaba sentado en una silla de vinilo color turquesa, que habían acercado a mi cama. Lo que él quería decir con apariencia era cuánto valía en un tribunal lo que había perdido yo de mi apariencia.
Podría jurar que al abogado le gustaba decir tribunal. Me dijo que había presentado su examen profesional tres veces antes de pasar. Dijo que sus amigos le habían dado unas tarjetas de presentación muy bonitas, impresas en relieve, pero que donde esas tarjetas debían decir «Licenciado en Derecho», decían «Licenciado hecho y derecho».
Ya me había conseguido él un pago por pérdida de ingresos, pues yo jamás podría trabajar como azafata de ninguna línea aérea. Que nunca hubiera considerado volverme azafata era irrelevante, dijo, desde el punto de vista de la ley.
—Hay algo más —dijo—. Tenemos que hablar ahora sobre aptitud para el matrimonio.
Estuve a punto de decir «¿que qué?», aunque sabía muy bien a qué se estaba refiriendo.
Tenía yo 18 años. Dije: «¿No deberíamos hablar primero de aptitud para el noviazgo?».
El hombre que duró una semana ya había desaparecido: el accidente lo llevó de regreso con su mujer.
—¿Piensas que la apariencia es importante? —le pregunté antes de que desapareciera.
—Al principio, no —dijo.

En mi barrio hay un tipo que era maestro de química hasta que una explosión le borró la cara y sólo le dejó los restos. Lo que queda de él siempre se viste propiamente, con trajes oscuros y zapatos boleados. Lleva un portafolio al campus de la escuela. Qué a gusto, decían sus familiares y sus amigos, hasta que su esposa se fue de la casa con todo e hijos.
En la terraza donde tomábamos el sol, una mujer me enseñó una foto. Dijo: «Así es como se veía mi hijo».
Todas mis tardes las pasaba en Diálisis. No les importaba cuándo se desocupaba una cama. Tenían televisión a color y con pantalla grande, mejor que la de Rehabilitación. Los miércoles en la noche veíamos un programa en el que unas mujeres con ropa cara aparecían en escenarios lujosos y juraban arruinarse entre sí.
A mi lado había un hombre que sólo hablaba con números telefónicos. Si uno le preguntaba cómo se sentía, contestaba: «9-24-31-10». O decía: «7-57-13-66». Suponíamos lo que esos números podían significar, pero en realidad a nadie le interesaba.
A veces estaba al otro lado de mí un niño de 12 años. Sus pestañas eran gruesas y negras debido a los medicamentos que tomaba para la presión. Era el siguiente en la lista de transplantes, tan pronto como (la palabra que se usaba era cosechar) se cosechara un riñón.
La madre del niño pedía en sus oraciones que abundaran los borrachos manejando.
Yo pedía que los hombres no me rechazaran.
¿No somos todos, pensaba yo, la cosecha de alguien?
Se terminaba mi sesión, y una enfermera me llevaba en silla de ruedas a mi cuarto. Decía la enfermera: «Yo no sé por qué ven esa basura. Mejor deberían preguntarme cómo me fue este día».
Antes de dormirme, pasaba quince minutos apretando mancuernas de hule. Uno de los medicamentos hacía que mis dedos se entiesaran. El doctor decía que seguiría dándomelo hasta que ya no pudiera abotonarme la blusa: una figura retórica, pues yo no usaba más que batas de algodón.
El abogado dijo: «Obras de caridad».
Se abrió la camisa y me enseñó el lugar de su pecho donde un acupunturista le había puesto jarabe de cola y le había clavado cuatro agujas; también le había dicho que lo único que podía curar eran las obras de caridad.
Dije: «¿Curar qué?».
El abogado dijo: «No importa».

Tan pronto como supe que me iba a recuperar, tuve la certeza de que estaba muerta y no lo sabía. Me movía a través de los días como una cabeza cortada que termina una frase. Ya no veía la hora de salir de ese remedo de vida.
El accidente fue al ponerse el sol; por eso la mayoría de las veces me sentía así a esa hora. El hombre que había conocido una semana antes me llevaba a cenar cuando ocurrió. El restaurante quedaba en la playa, una playa en una bahía a través de la cual se veían las luces de la ciudad. Desde ese lugar podía verse todo sin tener que escuchar ningún ruido.
Mucho tiempo después, volví sola a esa playa. Me llevé el coche. Era el primer día bueno para ir a la playa; me había puesto unos shorts.
A la orilla del mar, me desenredé la venda elástica y me acerqué al agua. Un niño con el traje de baño mojado me miró la pierna. Me preguntó si me lo había hecho un tiburón; se veían algunos grandes y blancos en esa parte de la costa.
Le dije que sí, que un tiburón me lo había hecho.
—¿Y te vas a meter otra vez? —preguntó el niño.
—Me voy a meter otra vez —le dije.

Dejo muchas cosas fuera cuando digo la verdad. Lo mismo cuando escribo un cuento. Voy a empezar a decirles ahora lo que dejé fuera de «La cosecha», y tal vez comience a preguntarme por qué lo omití.
No había otro coche. Sólo había un coche, el que me atropelló cuando iba en la parte trasera de la motocicleta del hombre. Pero la palabra motocicleta es más bien fea.
El hombre que manejaba el coche era reportero de un periódico. Trabajaba en un periódico local. Era joven, acababa de titularse, y se dirigía a una reunión de trabajo para cubrir un amago de huelga. Si digo que yo estudiaba entonces periodismo quizás no sea muy fácil de aceptar en «La cosecha».
Durante los años siguientes, me mantuve al tanto de la carrera del reportero. Fue él quien dio la noticia del Templo del Pueblo que provocó la huida de Jim Jones a Guyana. Entonces cubrió lo de Jonestown. En la redacción del San Francisco Chronicle, mientras el número de víctimas subía a 900, iban poniendo las cantidades como si fueran donaciones en una velada de beneficencia. Cuando ya habían pasado de 100, colocaron un cartel en la pared que decía:
«JUAN CORONA, MUÉRETE DE ENVIDIA».

En la sala de urgencias, lo que le pasó a una de mis piernas no necesitó 400 puntadas, sino sólo más de trescientas. Ya estaba yo exagerando incluso antes de empezar a exagerar, porque es cierto: las cosas siempre pueden empeorar.
Mi abogado no era un licenciado hecho y derecho. Era socio de uno de los bufetes más antiguos de la ciudad. Nunca se habría desabotonado la camisa para enseñarme el lugar donde le habían puesto acupuntura, lo cual es algo a lo que nunca habría recurrido.
«Aptitud para el matrimonio» era el título original de «La cosecha».
La herida que sufrí en la pierna fue considerada cosmética, aunque todavía ahora, 15 años después, no puedo arrodillarme. En un arreglo fuera de los tribunales la noche anterior al juicio, me concedieron casi 100 mil dólares. El seguro automovilístico del reportero subió 12.43 dólares por mes.
Me habían sugerido que me frotara la pierna con hielo, para resaltar las cicatrices, antes de subirme la falda ante la corte, tres años después. Pero no había hielo en la oficina del juez, así que no tuve oportunidad de pasar o reprobar esa prueba moral.
El hombre de una semana, que era el dueño de la motocicleta, no estaba casado. Pero si se suponía que tenía esposa, ¿no me hacía eso un poco culpable? ¿No me lo merecía?
Después del accidente, el hombre se casó. La muchacha con la que se casó era modelo de pasarela. («¿Tú crees que la apariencia es importante?», le pregunté al hombre antes de que se fuera. «Al principio, no», dijo).
Además de ser una belleza, la muchacha valía millones de dólares. Pero ¿habrían aceptado esto en «La cosecha», que la modelo también iba a heredar mucho dinero?
Es cierto que nos dirigíamos a cenar cuando sucedió. Pero el lugar desde el cual se puede ver todo sin tener que escuchar los ruidos de la ciudad no estaba en una playa de una bahía: estaba en la cima del Monte Tamalpais. Llevábamos nuestra cena y ascendíamos por la sinuosa carretera. Y en esta versión hay lugar para la ironía: no les sorprenda saber que durante los siguientes meses, desde mi cama del hospital, tenía una espectacular vista precisamente de esa montaña.
Habría incluido lo siguiente en el cuento si alguien lo hubiera creído. Pero ¿quién iba a creerlo? Yo estaba ahí y no lo creía.
El día de mi tercera operación, se amotinaron los presos del Centro de Readaptación de Máxima Seguridad, que estaba junto al lugar donde tenían a los sentenciados a muerte, en la cárcel de San Quintín. George Jackson, «Soledad Brother», un negro de 29 años, sacó una pistola calibre .38 que había conseguido de contrabando, gritó «¡Ya estuvo bueno!» y disparó. Mataron a Jackson; también a tres guardias y a dos custodios de piso, internos que llevaban la comida a otros presos. A otros tres guardias los apuñalaron en el cuello. Como la cárcel está a cinco minutos del Hospital General del condado de Marin, ahí condujeron a los guardias heridos. Los que los llevaron fueron tres tipos de policías, incluyendo a los de la Patrulla de Caminos de California y a los asistentes del sheriff del condado de Marin, armados hasta los dientes.
La policía se apostó en la azotea del hospital, con fusiles; también había policías en los pasillos, haciéndoles señas a los pacientes y a los visitantes de que regresaran a los cuartos.
Cuando me sacaron en camilla de Recuperación, ese mismo día, pero más tarde, vendada de la cintura al tobillo, tres oficiales y un sheriff armado me registraron.
En las noticias de la noche había imágenes del motín. Aparecía el cirujano que me había operado hablando con los reporteros, y decía, señalando su garganta, cómo había salvado a uno de los guardias cosiéndole la parte que le habían cortado de oreja a oreja.
Vi esto en la televisión, y como era mi doctor, y como los pacientes de los hospitales están demasiado centrados en sí mismos, y como estaba sedada, creí que el cirujano estaba hablando de mí. Creí que estaba diciendo «Pues está muerta. Es un anuncio para ella, que está en su cama».
La psiquiatra que vi por recomendación del cirujano me dijo que eso pasaba mucho. Me dijo que las víctimas de accidentes que todavía no superan el trauma creen con frecuencia que están muertas y no lo saben.
Los tiburones grandes y blancos de la costa cercana a mi casa atacan de una a siete personas al año. Su principal víctima es el buzo que pesca abulón. Como la carne de abulón ha llegado a costar 35 dólares la libra y sigue subiendo, el Departamento de Pesca y Caza no cree que los ataques de tiburón vayan a disminuir.




-Amy Hempel, del libro A las puertas del reino animal-

martes, 28 de julio de 2009

La condesa de Tende

La señorita de Strozzi, hija del mariscal y pariente cercana de Catherine de Médicis, se desposó el primer año de la regencia de esta reina con el conde de Tende, de la casa de Saboya, rico, bien constituido, el cortesano que vivía con mayor esplendor, y más propio a hacerse estimar que amar. No obstante, su esposa lo amó en un primer momento con pasión; era muy joven; él no la consideró sino como a una niña, y muy pronto estuvo enamorado de otra. La condesa de Tende, viva y de temperamento italiano, se puso celosa; no tenía reposo ni se lo daba a su marido; él evitó su presencia y dejó de vivir con ella como un hombre vive con su mujer.

Pronto la belleza de la condesa se incrementó; mostró mucha inteligencia; el mundo la miró con admiración; se ocupó más de sí misma y se curó insensiblemente de los celos y de su pasión. Se hizo íntima amiga de la princesa de Neufchâtel, joven, bella y viuda del príncipe del mismo nombre que, al morir, le había dejado el título que la convertía en el partido más elevado y brillante de la corte.

El caballero de Navarre, descendiente de los antiguos soberanos de este reino, era por entonces también joven, bello, lleno de inteligencia y de elevación, aunque la Fortuna no le había dado más bien que el de su cuna. Puso los ojos en la princesa de Neufchâtel, de la que conocía la inteligencia, como en una persona capaz de un afecto violento e indicada para hacer la fortuna de un hombre como él. Con este fin, se relacionó con ella sin estar enamorado y atrajo su interés: se sintió orgulloso de lograrlo, pero se encontró aún muy alejado del éxito total al que aspiraba. Su propósito era ignorado por todo el mundo; sólo uno de sus amigos había recibido la confidencia y este amigo era también íntimo amigo del conde de Tende, por lo que hizo que el caballero de Navarre consintiera en confiar su secreto al conde, con la idea de que él le obligaría a servirle ante la princesa de Neufchâtel. El conde de Tende apreciaba ya al caballero de Navarre; le habló de él a su mujer, por quien empezaba a tener más consideración, y le rogó, en efecto, hacer la gestión que deseaban.

La princesa de Neufchâtel le había hecho ya la confidencia de su inclinación por el caballero de Navarre a la condesa y ésta la fortaleció. El caballero vino a ver a la condesa, adquirió trato y medidas con ella; pero, al verla, se enamoró de ella con violenta pasión. No se entregó, no obstante, a esta pasión en un primer momento, pues vio los obstáculos que esos sentimientos divididos entre el amor y la ambición presentarían a su plan, y resistió. Pero, para resistir, era necesario que no viera con demasiada frecuencia a la condesa de Tende, y él la veía todos los días, al buscar a la princesa de Neufchâtel; por lo que se enamoró perdidamente de la condesa. No pudo ocultar por completo su pasión y la condesa se dio cuenta de la misma; su amor propio se sintió halagado, y empezó a sentir un violento amor por él.

Un día, cuando la dama le hablaba de la gran fortuna de casarse con la princesa de Neufchâtel, él le dijo mirándola con una expresión en la que su pasión era declarada por completo: «¿Y vos creéis, señora, que no hay ninguna otra fortuna que yo preferiría antes que la de desposarme con esta princesa?» La condesa de Tende se sintió impresionada por las miradas y las frases del caballero; lo miró con los mismos ojos con los que él la miraba, y se produjo entre ellos una turbación y un silencio más elocuente que las palabras. A partir de aquel momento, la condesa se sumió en una agitación que la privó de descanso: sintió el remordimiento de robarle a su amiga el corazón de un hombre con el que ella iba a casarse únicamente por amor, que iba a desposarse con él con la desaprobación de todo el mundo, y a costa de su rango.

Esta traición le produjo horror; la vergüenza y las desgracias que puede causar la galantería se presentaron ante su espíritu; vio el abismo en el que podía precipitarse y decidió evitarlo.

Pero mantuvo mal sus decisiones. La princesa estaba casi decidida a casarse con el caballero de Navarre, aunque no estaba satisfecha de la pasión que él le demostraba y, comparando la que ella sentía por él, y el cuidado que él ponía en engañarla, comprendía la tibieza de los sentimientos del joven, de lo que se quejó a la condesa de Tende. La condesa la tranquilizó; pero los lamentos de la señora de Neufchâtel acabaron por turbarla y hacerle ver la dimensión de su traición, que costaría probablemente la fortuna de su enamorado. La condesa advirtió a éste de la desconfianza de la princesa; él demostró indiferencia por todo salvo por el hecho de ser amado por ella: sin embargo, por orden de la condesa él se contuvo y tranquilizó tan bien a la princesa de Neufchâtel, que ésta le hizo ver a la condesa que estaba plenamente satisfecha del caballero de Navarre.

Los celos se adueñaron entonces de la condesa pues temió que su enamorado quisiera de verdad a la princesa; comprendió todas las razones que él tenía para amar a aquélla; su matrimonio, que ella había propiciado, le produjo horror, pero no quiso, no obstante, que él lo rompiera por lo que se encontraba en una cruel incertidumbre. Manifestó al caballero todos los remordimientos que sentía respecto a la princesa de Neufchâtel, pero decidió ocultarle sus celos y creyó, en efecto, habérselos ocultado.

La pasión de la princesa superó por fin todas las indecisiones. Ella decidió casarse pero resolvió hacerlo en secreto y no anunciarlo sino una vez realizado.

La condesa estaba a punto de expirar de dolor. El día elegido para el matrimonio había una ceremonia pública; su marido asistió; ella envió a la ceremonia a todas sus doncellas; mandó decir que no deseaba ver a nadie y se encerró en su gabinete, tendida sobre un lecho de descanso, abandonándose a todo lo que los remordimientos, el amor y los celos pueden hacer sentir de más cruel.

Cuando se encontraba en tal estado, oyó abrir una puerta excusada en su gabinete, y vio aparecer al caballero de Navarre, engalanado y con una gracia superior a la que le había visto jamás.

-Caballero, ¿dónde vais? -exclamó- ¿Qué buscáis? ¿Habéis perdido la razón? ¿Qué ha sido de vuestra boda? ¿Pensáis en mi reputación?

-Quedaos tranquila por vuestra reputación, señora -le contestó-; nadie puede saberlo; no importa mi matrimonio, no importa mi fortuna, sólo importa vuestro corazón, señora, y ser amado por vos: renuncio a todo lo demás. Vos me habéis dejado ver que no me odiáis, pero habéis querido ocultarme que soy lo suficientemente feliz como para que mi matrimonio os cause dolor; vengo a deciros, señora, que renuncio a él; que ese matrimonio sería un suplicio para mí, y que sólo quiero vivir para vos. En el momento en que os hablo me están esperando, todo está listo; pero voy a anularlo todo si, al anularlo, hago algo que os sea agradable y os demuestre mi amor.

La condesa se dejó caer sobre el lecho de descanso en el que se había incorporado a medias, y mirando al caballero con ojos llenos de amor y lágrimas:

-¿Queréis que muera? -le dijo- ¿Creéis que un corazón puede contener todo lo que vos me hacéis sentir? ¡abandonar por mí la fortuna que os aguarda! No puedo soportar ni siquiera pensarlo: id con la señora princesa de Neufchâtel, id hacia la grandeza que os está destinada, tendréis mi corazón al mismo tiempo. Haré con mis remordimientos, con mis incertidumbres, con mis celos, puesto que tengo que confesároslos, lo que mi débil razón me aconseje; pero no volveré a veros jamás si no os marcháis al instante a firmar vuestro matrimonio; marchaos, no demoréis ni un momento; y por amor hacia mí, por amor hacia vos mismo, renunciad a una pasión tan poco razonable como la que me demostráis, que nos conducirá probablemente a horribles desgracias.

El caballero se sintió dominado por la alegría en un primer momento al verse tan auténticamente amado por la condesa, pero el horror de entregarse a otra vino a plantarse ante sus ojos; lloró, se afligió, le prometió todo lo que ella quiso, a condición de que pudiera volver a verla en aquel mismo lugar. Antes de que se marchara, ella quiso saber cómo había entrado. Él le dijo que había confiado en un escudero de ella, que antes había sido de él, que le había hecho entrar por el patio de los establos adonde daba la escalera que conducía a este gabinete, y que daba también a la habitación del escudero.

Mientras tanto, la hora de la boda se acercaba, y el caballero, presionado por la condesa, se vio finalmente obligado a marcharse. Pero fue, como si fuera al suplicio, hacia la mayor y más agradable fortuna a la que un caballero sin bienes hubiera sido elevado jamás. La condesa pasó la noche, como puede imaginarse, agitada por sus inquietudes; llamó por la mañana a sus doncellas y, poco después de que se abriera su habitación, vio a su escudero acercarse a la cama y dejar encima una carta sin que nadie se diera cuenta. La vista de aquella carta la turbó porque reconoció que era del caballero de Navarre; porque era tan poco verosímil que durante aquella noche, que debía ser su noche de bodas, hubiera tenido tiempo para escribirle, que temió que él hubiera puesto o que se hubiera presentado algún obstáculo al matrimonio: abrió la carta con gran emoción y encontró en ella más o menos estas palabras:

No pienso sino en vos, señora; no estoy ocupado sino por vos; y, en los primeros momentos de posesión legítima del mayor partido de Francia, apenas empieza a amanecer, abandono la habitación en la que he pasado la noche, para deciros que me he arrepentido ya mil veces de haberos obedecido, y de no haber renunciado a todo para no vivir sino por vos.

Esta carta, y el momento en que había sido escrita, impresionaron sensiblemente a la condesa. Más tarde acudió a cenar a casa de la princesa de Neufchâtel, que se lo había pedido. El matrimonio se había hecho público, y encontró a un gran número de personas en la habitación de la dama, pero tan pronto como la princesa la vio, dejó a todo el mundo y le rogó que pasara con ella a su gabinete. Apenas se habían sentado, cuando el rostro de la princesa su cubrió de lágrimas. La condesa pensó que era el efecto de la publicación del matrimonio, y que ella la encontraba más difícil de soportar de lo que había imaginado, pero muy pronto comprendió que se equivocaba.

-¡Ah!, señora, -dijo la princesa-. ¿Qué he hecho? Me he casado con un hombre por amor; he hecho un matrimonio desigual, desaprobado por todos, que me humilla, ¡y resulta que el hombre que yo he preferido a todo, ama a otra mujer!

La condesa creyó que iba a desmayarse al escuchar aquellas palabras; pensó que la princesa no podía haber adivinado la pasión de su marido sin haber descubierto la causa de la misma, y no pudo contestar. La princesa de Navarre (se le llamó así después de su matrimonio) no prestó atención a su estado, y continuó:

-El señor príncipe de Navarre -le dijo-, muy lejos de tener la impaciencia que debía concederle la conclusión de nuestro matrimonio, se hizo esperar por la noche; llegó sin alegría, con el espíritu ocupado y contrariado; salió de mi habitación al amanecer, con no sé qué pretexto. Al volver venía de escribir, lo vi en sus manos. ¿A quién podía escribir sino a una amante? ¿Por qué se hizo esperar? ¿Qué ocupaba su espíritu?

En aquel momento vinieron a interrumpir la conversación, porque había llegado la princesa de Condé; la princesa de Navarre salió a recibirla y la condesa permaneció fuera de sí. Por la noche le escribió al príncipe de Navarre para avisarle de las sospechas de su esposa, y para obligarle a contenerse. Su pasión no se aminoró por los peligros ni los obstáculos; la condesa no hallaba descanso y el sueño no acudía a mitigar sus angustias.

Una mañana, después de que ella hubiera llamado a sus doncellas, su escudero se le acercó y le dijo en voz baja que el príncipe de Navarre estaba en su gabinete y rogaba poder decirle algo que era absolutamente necesario que supiera. Uno cede fácilmente a lo que le es grato; la condesa sabía que su esposo había salido; dijo que quería dormir y pidió a sus doncellas que cerraran las puertas y no regresaran sin que ella las llamase.

El príncipe de Navarre entró desde el gabinete y se arrodilló junto a su lecho.

-¿Qué tenéis que decirme? -le preguntó.

-Que os amo, señora; que os adoro, que no podría vivir con la señora de Navarre; el deseo de veros se ha apoderado de mí esta mañana con tal violencia, que no he podido resistirlo. He venido al azar de todo lo que pudiera suceder, y sin esperar siquiera hablar con vos.

La condesa lo reprendió en un primer momento por comprometerla con tanta ligereza; pero luego, su pasión los condujo a una conversación tan prolongada que el conde de Tende volvió de la ciudad. Se dirigió hacia el apartamento de su esposa; le dijeron que no estaba despierta, pero era tarde, por lo que no dejó de entrar en su habitación y encontró al príncipe de Navarre de rodillas junto al lecho, como se había colocado al llegar. Jamás hubo una sorpresa semejante a la del conde de Tende, ni turbación que igualara a la de su esposa. Sólo el príncipe de Navarre conservó la presencia de ánimo, y sin alterarse ni levantarse del suelo:

-¡Venid, venid! -dijo al conde de Tende- ¡Ayudadme a obtener una gracia que solicito de rodillas y que me es negada!

El tono y la expresión del príncipe de Navarre detuvieron la sorpresa del conde.

-No sé, -le contestó con el mismo tono que el príncipe había empleado- si una gracia que solicitáis de rodillas a mi esposa cuando dicen que ella está durmiendo, cuando os encuentro a solas con ella y sin carroza ante mi puerta, es de las que me gustaría que ella os concediera.

El príncipe de Navarre, tranquilizado y sin el apuro del primer momento, se levantó, se sentó con total libertad, y la condesa, temblorosa y fuera de sí, ocultó su azoramiento en la penumbra que reinaba en el lugar en que se hallaban. El príncipe de Navarre tomó la palabra:

-Vais a censurarme, pero tenéis, no obstante, que ayudarme: amo y soy amado por la persona más digna de amor de la corte; ayer, me escapé de casa de la princesa de Navarre y de toda mi gente para acudir a una cita en la que esta persona me esperaba. Mi esposa, que ha adivinado que estoy preocupado por otra que no es ella, y que está atenta a mi conducta, supo por mi gente que yo los había dejado, y se halla en un estado de celos y desesperación sin parangón. Le he dicho que había pasado las horas que tanta inquietud le causan en casa de la mariscala de Saint-André que está enferma y no recibe a casi nadie; le dije que la señora condesa de Tende era la única persona que se encontraba allí, y que podía preguntarle si no me había visto toda la tarde. He decidido venir a confiar en la señora condesa. Había ido a casa de la Châtre que sólo está a tres pasos de aquí, salí de allí sin que mi gente me viera; me dijeron que la señora estaba despierta, no encontré a nadie en su antesala y he entrado audazmente. La señora condesa se niega a mentir en mi favor; dice que no quiere traicionar a su amiga, y me echa las más sensatas reprimendas; yo mismo me las he echado inútilmente. Hay que librar a la señora princesa de Navarre del estado de inquietud y de celos en el que se encuentra, y ahorrarme a mí el mortal engorro de sus reproches.

La condesa de Tende no se sorprendió menos de la presencia de ánimo del príncipe que lo había estado a la llegada de su esposo, pero se serenó y al conde no le quedó ni la menor sombra de duda. Se unió a su esposa para hacerle ver al príncipe el abismo de problemas en el que iba a arrojarse, y todo lo que le debía a la princesa. La condesa prometió decirle a aquélla todo cuanto deseaba su esposo.

Cuando éste iba a marcharse, el conde lo detuvo:

-Como recompensa al servicio que vamos a haceros a costa de la verdad, decidnos al menos quién es esa amante; tiene que ser poco digna de amaros y conservar con vos una relación, viéndoos comprometido con una persona tan bella como la princesa de Navarre, viendo que os habéis casado con ella, y viendo todo cuanto vos le debéis. Debe ser una persona sin inteligencia, ni ánimo, ni delicadeza; y, de verdad, no merece que perturbéis una felicidad tan grande como la vuestra, y que os mostréis tan ingrato y culpable.

El príncipe no supo qué responder y fingió tener prisa. El conde de Tende en persona le ayudó a salir con el fin de que nadie lo viera.

La condesa se quedó nerviosa por el riesgo que había corrido, por las reflexiones que las palabras de su marido le obligaban a hacer, y por vislumbrar los problemas a los que su pasión la exponía; pero no tuvo la fuerza de desprenderse de ella. Continuó su relación con el príncipe; lo veía a veces con la ayuda de La Lande, su escudero. Se sentía, y era efectivamente, una de las personas más desgraciadas del mundo: la princesa de Navarre le hacía a diario confidencias respecto a unos celos de los que ella era la causa; estos celos le producían remordimientos, pero cuando la princesa de Navarre estaba satisfecha de su esposo, era ella la que se sentía celosa.
Un nuevo tormento vino a asociarse a los que ya padecía: el conde de Tende se enamoró de ella como si no hubiera sido su esposa; no se separaba de ella y quería retomar todos sus derechos hasta entonces despreciados. La condesa se opuso con una fuerza y una acritud que llegaban hasta el desprecio; prevenida por el príncipe de Navarre, se sentía ofendida por cualquier otro amor que no fuera el de él. El conde sintió su proceder en toda su dureza y, herido en lo más profundo, le aseguró que no volvería a importunarla en la vida, y, efectivamente, la dejó con mucha rudeza.

Una campaña militar se aproximaba; el príncipe de Navarre tenía que incorporarse al ejército; la condesa de Tende empezó a sentir los dolores de su ausencia y el temor por los peligros a los que se expondría, por lo que decidió evitar el constreñimiento de tener que ocultar su aflicción, y se marchó a pasar el verano en una propiedad que tenía a treinta leguas de París. Puso en práctica su proyecto, y su despedida fue tan dolorosa, que debieron sacar de ella, tanto el uno como la otra, un mal augurio. El conde de Tende permaneció junto al rey al que estaba ligado por su cargo.

La corte debía aproximarse al ejército; la finca de la señora de Tende no se encontraba muy lejos. Su marido le advirtió que haría un viaje de sólo una noche para comprobar las obras que había comenzado. No quería que ella pudiera pensar que iba a verla; sentía por ella ya todo el despecho que producen las pasiones.

La señora de Tende había encontrado en los primeros tiempos al príncipe de Navarre tan lleno de respeto, y ella misma se había sentido poseedora de tanta virtud, que no había desconfiado ni de él, ni de ella; pero el tiempo y las ocasiones habían triunfado sobre su virtud y respeto y, poco tiempo después de estar en su finca, comprobó que estaba embarazada. No hay más que reflexionar en la reputación que había adquirido y conservado, y en la situación en la que se encontraba con su marido, para comprender su desesperación. En numerosas ocasiones estuvo tentada de acabar con su vida; sin embargo, concibió una ligera esperanza respecto al viaje de su marido y decidió esperar el éxito. En medio de este anonadamiento, recibió aún el dolor de saber que La Lande, que había dejado en París para que se encargara de las cartas de su amante y de las suyas, había muerto en pocos días, y se encontraba desprovista de toda ayuda, en el momento en que más la necesitaba.

Mientras tanto, el ejército había emprendido un asedio. Su pasión por el príncipe de Navarre le producía constantes temores, incluso en medio de los mortales horrores que la dominaban. Sus temores no estuvieron sino demasiado bien fundados: recibió cartas del ejército; por ellas supo el final del asedio, pero también que el príncipe de Navarre había muerto el último día del mismo. Perdió el conocimiento y la razón; muchas veces se vio privada de uno y de otra; este exceso de dolor le parecía en algunos momentos una especie de consuelo; ya no temía nada por su reposo, por su reputación o por su vida; sólo la muerte le parecía deseable; la esperaba de su dolor o estaba resuelta a causársela. Un resto de vergüenza le obligó a decir que sentía dolores excesivos, para tener un pretexto para sus gritos y sus lágrimas. Mil adversidades le hicieron volver sobre sí misma y comprendió que las había merecido; la naturaleza y el cristianismo la desviaron de convertirse en homicida de sí misma, y suspendieron la ejecución de lo que ya había decidido.

Hacía mucho rato que se encontraba sumida en esos violentos dolores cuando el conde de Tende llegó. Ella creía conocer todos los sentimientos que su triste estado podía inspirarle; pero la llegada de su marido le produjo una turbación y una confusión que le resultaron nuevas. Al llegar, el conde supo que su esposa estaba enferma, y, como siempre había conservado apariencias de honestidad a los ojos del público y de la servidumbre, se dirigió en primer lugar a su habitación; la encontró como una persona enajenada y sin poder reprimir sus lágrimas, que atribuía a los dolores que la atormentaban. El conde, conmovido por el estado en que la veía, se enterneció y, creyendo distraerla de sus dolores, le habló de la muerte del príncipe de Navarre y de la aflicción de su esposa.

La de la señora de Tende no pudo soportar aquella conversación; sus lágrimas se acrecentaron de tal manera que el conde quedó muy sorprendido y casi advertido: salió de la habitación confuso e inquieto; le pareció que su esposa no se hallaba en el estado que producen los dolores del cuerpo; el aumento de lágrimas cuando le había hablado de la muerte del príncipe de Navarre le había impresionado; y, de repente, la aventura de encontrar a aquél de rodillas junto al lecho de su esposa se le vino a la memoria; recordó la actitud que la condesa había adoptado para con él cuando quiso volver con ella y creyó comprender la verdad; pero le quedaba no obstante la duda que el amor propio nos deja siempre respecto a las cosas que cuesta demasiado creer.

Su desesperación fue extrema y todas sus ideas violentas; pero como era mesurado, reprimió sus primeros impulsos y decidió marcharse al día siguiente al amanecer, sin ver a su esposa, confiando en que el tiempo le daría mayor certeza y ocasión de tomar decisiones.

Por muy sumida en el dolor que se encontrara la señora de Tende, no había dejado de percatarse del poco dominio de sí misma que había demostrado, y de la expresión con la que su marido había salido de su habitación; sospechó una parte de la verdad y, no teniendo ya sino horror por la vida, decidió perder ésta de una manera que no la privara de la esperanza en la vida eterna.

Después de haber sopesado lo que iba a hacer, con agitación mortal, tocada de sus tristezas y del arrepentimiento de su falta, se decidió por fin a escribirle a su esposo estas líneas:

Esta carta va a costarme la vida, pero merezco la muerte y la deseo. Estoy embarazada; el que es la causa de mi tristeza ya no está en este mundo, lo mismo que el único hombre que conocía nuestra relación; el público no la sospechó jamás. Había resuelto ponerle fin a mi vida con mis propias manos, pero se la ofrezco a Dios y a vos, como expiación de mi crimen. No he querido deshonrarme a los ojos del mundo porque mi reputación también os afecta; conservadla por amor hacía vos mismo. Voy a mostrar el estado en que me encuentro; ocultad la vergüenza del mismo y hacedme perecer, cuando queráis y como queráis.

El día comenzaba cuando terminó esta carta, la más difícil de escribir que jamás haya sido escrita; la cerró y se acercó a la ventana; y como vio al conde en el patio a punto de subir a su carroza, envió a una de sus doncellas a llevársela y a decirle que no contenía nada urgente, que la leyera cuando gustase. El conde se sorprendió por aquella carta; tuvo una especie de presentimiento, no de todo lo que en ella iba a encontrar, pero sí de algo que tuviera relación con lo que había sospechado la víspera. Se subió solo a la carroza, inquieto y sin atreverse a abrir la carta, pese a la impaciencia que tenía por leerla; la leyó por fin, y conoció toda su vergüenza ¡qué no pensaría después de haberla leído! Si hubiera habido testigos, el violento estado en que estaba lo habría hecho creer privado de razón, o a punto de perder la vida. Los celos y las sospechas bien fundadas preparan de ordinario a los maridos para conocer su desgracia, incluso siempre les quedan algunas dudas, pero pocas veces tienen la certidumbre que proporciona la confesión, que está por encima de nuestra inteligencia.

El conde de Tende había encontrado siempre a su esposa digna de ser amada aunque él no la hubiera amado de forma continuada; siempre le había parecido la mujer más estimable que hubiera visto jamás, por lo que en aquellos momentos no sentía menos sorpresa que furor, y pese a una y al otro, sentía aún, en contra de su voluntad, un dolor en el que había algo de ternura.

Se detuvo en una casa que encontró en su camino, en la que pasó unos días agitado y afligido, como puede imaginarse; primero pensó todo lo que es natural pensar en semejante situación; pensaba en hacer morir a su esposa, pero la muerte del príncipe de Navarre y la de La Lande, que reconoció fácilmente como el confidente, suavizaron un poco su furor; pensó que el matrimonio del príncipe de Navarre podía haber engañado a todo el mundo, puesto que él mismo lo había sido. Después de una evidencia tan grande como la que se había presentado ante sus ojos, la total ignorancia del público respecto a su desgracia le supuso un alivio; pero las circunstancias que le hacían ver hasta qué punto y de qué manera había sido engañado, le traspasaban el corazón y sólo respiraba venganza. Pensó, no obstante, que si hacía morir a su esposa y se percataban de que estaba embarazada, se sospecharía fácilmente la verdad. Como era el hombre más orgulloso del mundo, adoptó la decisión que más convenía a su gloria y resolvió no dejar ver nada al público. Con esta idea, envió un gentilhombre con esta nota para la condesa:

El deseo de impedir el escándalo de mi vergüenza puede más en estos momentos que mi deseo de venganza; ya veré más tarde qué decido respecto a vuestro indigno destino; conducíos como si hubierais sido siempre lo que debíais ser.

La condesa recibió la nota con alegría; la consideró como su pena de muerte; y cuando vio que su marido consentía que dejara ver su embarazo, comprendió que la vergüenza es la más violenta de todas las pasiones: encontró una especie de tranquilidad al sentirse segura de morir y al ver su reputación preservada; ya no pensó sino en prepararse para morir, y como era una persona en la que todos los sentimientos eran vivos, abrazó la virtud y la penitencia con el mismo ardor con que se había entregado a su pasión. Su alma se encontraba, por otra parte, desengañada y sumida en la aflicción; no podía detener los ojos en ninguna cosa de esta vida sin que le resultara más ruda que la muerte misma, de tal forma que no veía remedio a su dolor sino por el final de su desgraciada existencia. Pasó algún tiempo en este estado, pareciendo más muerta que viva; finalmente, hacia el sexto mes de embarazo, su cuerpo sucumbió, una fiebre continuada la atrapó y dio a luz por la violencia de su mal; tuvo el consuelo de ver a su hijo vivo, de estar segura de que no podía sobrevivir, y de que no le daría a su marido un heredero ilegítimo: ella misma expiró unos días después recibiendo la muerte con una alegría que nadie ha sentido jamás; encargó a su confesor que trasmitiera a su esposo la noticia de su muerte, le pidiera perdón en su nombre y le suplicara que olvidara su recuerdo, que sólo podía resultarle odioso.

El conde de Tende recibió la noticia sin inhumanidad, e incluso con algunos sentimientos de piedad, pero con alegría, no obstante. Aunque aún era bastante joven, no quiso volver a casarse y vivió hasta una edad muy avanzada.




-Madame La Fayette-

sábado, 25 de julio de 2009

El suicida

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revolver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.



-Enrique Anderson Imbert-

jueves, 23 de julio de 2009

Narración del estudiante

En el hotel barato en que vivía entonces en el Faubourg-Saint-Honoré, había terminado por observar a una cliente de aspecto bastante sospechoso. Yo no era entonces más que un pobre estudiante de derecho, poco preocupado por la exterioridad de las cosas, y para que aquella mujer hubiera atraído mi atención hacía falta que destacara efectivamente en la gris uniformidad de los demás clientes del hotel.

Era una inquilina... ¿cómo diría?... intermitente y, aunque pagara su habitación por meses, no dormía en ella sino en raras ocasiones; en cambio, no pasaba semana sin que viniera a encerrar allí parejas de horas, a lo largo del día y nunca sola. Unas veces traía un hombre, otras una mujer, a veces muchas mujeres, amigas. En invierno hacían un gran fuego y le subían ponche; en verano, limonada y soda. En el hotel tenían con ella los mayores miramientos; al gerente y a su esposa se les llenaba la boca cuando hablaban de la señora de Prack, sin duda debía abonar generosamente sus facturas.

No era una prostituta como yo había creído en un primer momento. Al verla entrar siempre acompañada, en los primeros tiempos yo la había tomado por una vulgar buscona de la peor calaña, puesto que le hacía a todas y a todos. No era nada de eso y, después de reflexionar, pensé que debía tratarse de una afiliada a alguna sociedad secreta; alguna criatura acosada por la policía que se ocultaba en París valiéndose de domicilios y nombres diversos; mujer de algún anarquista, alma de algún complot, o quizá simplemente alguna ladrona que formaba parte de una banda, una de esas aventureras que operan en los grandes almacenes, informan a la baja turba de hampones de los buenos golpes por dar y practican, a la vez, la búsqueda del domicilio por desvalijar, el robo y la ocultación de lo robado. Y además otras consideraciones se me ocurrían: esta mujer no era probablemente, después de todo, nada más que una viciosa, alguna amante anónima de la depravación que venía a distraerse en clandestinas orgías del aburrimiento diario de un marido, de un matrimonio y de una casa burguesa.

Burguesa en todo caso no muy rica, pues la señora de Prack hacía relativamente pocos gastos en aquel pequeño hotel de empleados y estudiantes pobres: llegaba siempre en simón, se iba de igual forma, y los hombres que traía estaban en general mal vestidos y parecían pertenecer a una clase inferior: pequeños sombreros hongo, largos gabanes ajados, bufandas deterioradas, pero, en su mayoría, eran singularmente ágiles y desenvueltos, con aspecto de gimnastas y de acróbatas, tanto que, al final de cuentas me había quedado con la idea de que se trataba de una empresa de contratación para los music-halls y los circos de provincias, de la que la señora de Prack era la representante.

Las mujeres que traía eran más elegantes y, con sus cabellos teñidos con alheña, los ojos maquillados y la boca pintada de carmín, tenían entre ellas un aire de familia, actrices de pequeños teatros o camareras de restaurantes nocturnos; su forma de hablar en voz alta, las ropas chillonas, la gesticulación histérica, contrastaban con el tono y las maneras excesivamente sobrias de su amiga.

La señora de Prack tenía un aspecto perfecto. Siempre vestida de negro, envuelta en mullidas pieles en invierno, embutida en verano en tules y muselinas de seda que la adelgazaban, disimulaba bajo tupidos velos un rostro singularmente pálido, con los ojos como pintados de kohl entre los párpados fatigados, y que no carecería de encanto de no ser por la importancia que en él tenía la nariz algo larga. La boca demasiado grande también deslucía el rostro, pero se abría muy roja sobre pequeños dientes separados y brillantes; la boca, algo sombreada en la comisura de los labios, y esa amplia sonrisa marcada de imperceptible bigote no carecía de un cierto picante. Con su cara estrecha, su mentón puntiagudo y su perfil caballar, recordaba un poco a una larga langosta, y tenía los movimientos a la vez bruscos y lentos de ésta. La señora de Prack era muy morena y las largas pestañas arqueadas aterciopelaban con una languidez obscena la onda oscura de los ojos dolientes.

La señora de Prack debía tener un temperamento rudo (las apariencias así lo confirmaban, al menos) pues, si no era la ladrona ni el agente artístico que podría suponerse, seguía siendo un fino rastreador de lujuria, a juzgar por las presas que cazaba, de pluma y pelo, pues todo le resultaba aceptable.

Me ocurrió más de una vez coincidir con ella en la escalera del hotel; ella subía y yo bajaba o viceversa, y en cada ocasión por mi parte se había tratado de roces y de osadías de mano arrastrándose por el pasamanos tratando de tocar la suya, pues aquella enigmática sonrisa sombreada y aquellos ojos prometedores me lancinaban; pero en cada ocasión me había esforzado en vano. Yo no era su tipo, había que aceptarlo, y sus ojos de una insistencia tan extraña, nunca se habían fijado en los míos. Durante algún tiempo le guardé rencor; aquella larga mujer de ojos húmedos habría sido una amante exquisita y cómoda; habría sido la aventura y el misterio al alcance de la mano. Las personas del hotel eran de un mutismo absoluto respecto a su inquilina; imposible sacarles lo más mínimo. Como ya he dicho, la señora de Prack debía ser muy generosa. Despechado en mi vanidad, durante algún tiempo tuve la vileza de meditar una buena pasada que poder jugarle a mi vecina, pero luego dejé de pensar en ello.

El azar, ese gran maestro de los desenlaces, me ayudó a descifrar una parte del enigma. Era a finales del invierno; me encontraba una noche en los Franceses, modestamente instalado en las últimas filas de la platea. Representaban obras del repertorio y los socios habituales dormitaban; dormitaban incluso hasta el punto de que yo no escuchaba su monótona recitación, pendiente de la conversación de dos mujeres que cuchicheaban detrás de mí, dos mujeres invisibles detrás de la reja de un palco y éstos eran los fragmentos de conversación que escuché:

-¡No, no me atreveré jamás! -decía una voz-. Además, ¿cómo salir de mi casa vestida de dominó? Además está la servidumbre. Estoy segura de mi doncella, pero el lacayo y el portero son fieles al marqués. Me tiene vigilada, espiada, ya ves. A ti te lo permite todo.- Y ¡cómo se equivoca! -se desternillaba la otra mujer. El hecho es que su confianza le honra. No, Lucie, no hay que pensar en ello, y ¡Dios sabe cómo me habría gustado asistir a ese baile! ¡oh! vagabundear toda una noche bajo la máscara, acercarse, rozar con la seguridad de no ser reconocida, todas las lujurias, todos los vicios sospechados e insospechados.- ¡Oh! no carece de sabor, y además no puedes ni imaginar las aventuras que una puede encontrar en esas noches.
Aquí una confidencia se ahogaba entre risas, y la voz de la que dudaba, proseguía más clara: «Pero tú ¿cómo haces con tu gente? ¿Tu señor no es celoso? - Pues, esas noches ceno en la ciudad o bien duermo en casa de mi madre; y además, verdaderamente, eres demasiado inocente, mi pequeña Suzanne. Yo, ya ves, realizo todas mis fantasías. La vida es corta y quiero vivirla. Además el truco del hotel en el que se paga una habitación al mes bajo un nombre falso, no es difícil; yo que te hablo, lo hago»... El acto había concluido, los espectadores se levantaron haciendo ruido con sus zapatos y con los sillones de muelles que se levantan; aquella noche no oí nada más.

Diez días después, el encargado del hotel falleció. La gripe se lo llevó en menos de una semana, y en el pequeño salón del hotel convertido en capilla ardiente, junto al cadáver, la esposa aterrorizada por la pérdida del marido y del socio, realizó el triste velatorio. Habían cerrado los postigos y en la pieza oscura, la pobre mujer, acompañada de dos familiares, intentaba aislarse en medio de la confusión del personal de servicio y de una partida de viajeros, profesionalmente atenta, pese a su pena, a los incesantes rumores de la calle y del hotel. Habíamos entrado, otro cliente y yo, a presentarle nuestras condolencias a la viuda; ya se habían dicho las banalidades de rigor y, algo incómodos, permanecíamos callados, sin saber cómo marcharnos. De repente, se oyó la parada de un simón ante la puerta, ruido de pasos precipitados en la escalera y en medio de una maraña de astracán negro, la señora de Prack irrumpió en la habitación. La señora de Prack no venía sola; otra mujer joven, elegante y muy tapada, la acompañaba.

Las recién llegadas retrocedieron un momento; ignoraban el acontecimiento y se sorprendieron ante aquel aparato fúnebre; pero la señora de Prack se repuso rápidamente. Después de algunas palabras y un apretón de manos a la viuda: «¡Desolada, desconsolada, mi pobre querida señora! Hágame, no obstante, un favor. ¿Dónde guardó usted mis dominós, mis pelucas, todos mis pertrechos de disfraz?». -Y como la hostelera, confundida, hacía un gesto de estupor- «Es que la señora (e indicaba a la desconocida), es que la señora me acompañará mañana al baile, voy a prestarle uno de mis trajes y quisiéramos probárselo. ¿La molesto?».- La viuda, con los ojos llenos de lágrimas de repente, señalaba con expresión desconsolada un armario, al otro lado del cadáver; el difunto estaba colocado justo delante del armario.

-Es muy fastidioso, efectivamente, pero ¿qué quiere? No es culpa mía, además mi amiga tiene prisa.

La viuda, que se había incorporado un momento, se había dejado caer de nuevo sobre su silla; ahora sollozaba en silencio, con las manos apoyadas en las rodillas y todo su rostro suplicante, pero la de Prack permanecía allí, con su larga cara pálida, imperiosa y malvada. La hostelera hacía un esfuerzo y, cogiendo el manojo de llaves de su cintura, echaba una pierna por encima del cadáver y, con las piernas separadas, a caballo por encima del muerto, abría el armario y pasaba a su clienta impasible todo un montón de rasos, terciopelos y encajes. Una peluca, que colgaba fuera de un paquete, estuvo a punto de prenderse en la llama de un cirio; la angustia se adueñó de nosotros. «Gracias» -decía la señora de Prack aplastando de un manotazo las mucetas y los vestidos; luego, volviéndose hacia su acompañante-: «Vamos Suzanne, ¿me acompañas?».





-Jean Lorrain-

martes, 21 de julio de 2009

La esfinge sin secreto

Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.

-No comprendo suficientemente bien a las mujeres -respondió.

-Mi querido Gerald -dije-, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.

-Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar -replicó.

-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de qué se trata?

-Vamos a dar una vuelta en coche -contestó-, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color... Mira, aquel verde oscuro servirá.

Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.

-¿Dónde vamos? -quise saber.

-¡Oh, donde tú quieras! -repuso-. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.

-Me gustaría que tú lo hicieras antes -dije-. Cuéntame tu misterio.

Lord Murchison sacó de su bolsillo una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un extraño atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo suelto. Parecía una clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles.

-¿Qué opinas de ese rostro? -inquirió-. ¿Lo crees sincero?

Lo examiné detenidamente. Tuve la sensación de que era el rostro de alguien que guardaba un secreto, aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza moldeada a fuerza de misterios... una belleza psicológica, en realidad, no plástica... y el atisbo de sonrisa que rondaba sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.

-Bueno -exclamó impaciente-, ¿qué me dices?

-Es la Gioconda envuelta en martas cibelinas -respondí-. Cuéntame todo sobre ella.

-Ahora no, después de la cena -replicó, antes de empezar a hablar de otras cosas.

Cuando el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces de un lado a otro la estancia y, desplomándose en un sofá, me contó la siguiente historia:

-Una tarde -dijo-, estaba paseando por la Calle Bond alrededor de las cinco. Había una gran aglomeración de carruajes, y éstos estaban casi parados. Cerca de la acera, había un pequeño coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta tarde. Me fascinó al instante. Estuve toda la noche obsesionado con él, y todo el día siguiente. Caminé arriba y abajo por esa maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperando la llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a ma belle inconnue y empecé a pensar que se trataba de un sueño. Aproximadamente una semana después, tenía una cena en casa de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, media hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado buscando. Entró muy despacio, como un rayo de luna vestido de encaje gris y, para mi inmenso placer, me pidieron que la acompañase al comedor.

»-Creo que la vi en la Calle Bond hace unos días, lady Alroy -exclamé con la mayor inocencia cuando nos hubimos sentado.

»Se puso muy pálida y me dijo quedamente:

»-No hable tan alto, por favor; pueden oírlo.

»Me sentí muy desdichado por haber empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en el asunto del teatro francés. Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musical, y parecía tener miedo de que alguien la escuchara. Me enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba despertó mi más ferviente curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco después de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella pareció vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había alguien cerca de nosotros, y luego repuso:

»-Sí, mañana a las cinco menos cuarto.

»Pedí a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo único que logré saber fue que era una viuda con una casa preciosa en Park Lane; y como algún aburrido científico empezó a disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de los más capacitados para la vida matrimonial, me despedí y regresé a casa.

»Al día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntualidad, pero el mayordomo me comunicó que lady Alroy acababa de marcharse. Me dirigí al club bastante apesadumbrado y totalmente perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento, le escribí una carta pidiéndole permiso para intentar visitarla cualquier otra tarde. No recibí ninguna respuesta en varios días, pero finalmente llegó una pequeña nota diciendo que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria postdata: "Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se lo explicaré cuando le vea". El domingo me recibió y no pudo estar más encantadora; pero, cuando iba a marcharme, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo, dirigiera mi carta "a la atención de la señora Knox, Biblioteca Whittaker, Calle Green”.

»-Existen razones -dijo- que no me permiten recibir cartas en mi propia casa.

»Durante toda aquella temporada, la vi con asiduidad, Y jamás la abandonó aquel aire de misterio. A veces se me ocurría pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para mí llegar a alguna conclusión, pues era como uno de esos extraños cristales que se ven en los museos, y que tan pronto son transparentes como opacos. Al final decidí pedirle que se casara conmigo: estaba harto del constante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las escasas cartas que le enviaba. Le escribí a la biblioteca para preguntarle si podía reunirse conmigo el lunes siguiente a las seis. Me respondió que sí, y yo me sentí en el séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces -por efecto de él, comprendo ahora-. No; era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino?

-Entonces, ¿lo descubriste? -exclamé.

-Eso me temo -repuso-. Puedes juzgar por ti mismo.

»El lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a Marylebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar, atravesé un montón de viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy, completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en ella. "He aquí el misterio", pensé; y me acerqué presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno de esos lugares que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el umbral. Lo recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo que debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía el menor derecho a espiarla y me dirigí en carruaje al club. A las seis aparecí en su casa. Se hallaba recostada en un sofá, con un elegante vestido de tisú plateado sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy hermosa.

»-No sabe cuánto me alegro de verlo -dijo-; no he salido en todo el día

»La miré sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué.

»-Se le cayó esta tarde en la Calle Cummor, lady Alroy -señalé sin inmutarme.

»Me miró horrorizada, pero no hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo.

»-¿Qué estaba haciendo allí? -inquirí.

»-¿Y qué derecho tiene usted a preguntármelo? -exclamó ella.

»-El derecho de un hombre que la quiere -contesté-; he venido para pedirle que sea mi mujer.

»Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de lágrimas.

»-Debe contármelo -proseguí.

»Ella se puso en pie y, mirándome a la cara, respondió:

»-Lord Murchison, no tengo nada que contarle.

»-Fue usted a reunirse con alguien -afirmé-; ése es su misterio.

»Lady Alroy adquirió una palidez cadavérica y dijo:

»-No fui a reunirme con nadie.

»-¿Acaso no puede decir la verdad? -exclamé.

»-Ya se la he dicho -repuso.

»Yo estaba furibundo, enloquecido; no recuerdo mis palabras, pero la acusé de cosas terribles. Finalmente, me precipité fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville. Regresé un mes más tarde y lo primero que leí en el Morning Post fue la muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la ópera, y había muerto de una congestión pulmonar a los cinco días. Me encerré en casa y no quise ver a nadie. La había querido demasiado, la había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto había amado a esa mujer!

-¿Y nunca fuiste a aquella casa? -le interrumpí.

-Sí -replicó.

»Un día me dirigí a la Calle Cummor. No pude evitarlo; me torturaba la duda. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aire respetable. Le pregunté si tenía alguna habitación para alquilar.

»-Verá, señor -contestó-, en teoría los salones están alquilados; pero, como hace tres meses que la señora no viene y que nadie paga la renta, puede usted quedarse con ellos.

»-¿Es ésta su inquilina? -quise saber, mostrándole la foto.

»-Sin duda alguna -exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor?

»-La señora ha fallecido -repuse.

»-¡Oh, señor, espero que no sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi mejor inquilina. Me pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.

»-¿Se reunía con alguien? -le pregunté.

»Pero la mujer me aseguró que no, que siempre llegaba sola y jamás veía a nadie.

»-¿Y qué diablos hacía? -inquirí.

»-Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el té -respondió ella.

»No supe qué contestarle, así que le di una libra y me marché.

-Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía la verdad?

-Pues claro que lo pienso.

-Entonces, ¿por qué acudía allí lady Alroy?

-Mi querido Oswald -replicó-, lady Alroy era simplemente una mujer obsesionada con el misterio. Alquiló esas habitaciones por el placer de ir allí tapada con su velo, imaginando que era la heroína de una novela. Le encantaban los secretos, pero no era más que una esfinge sin secreto.

-¿De veras lo crees?

-Estoy convencido.

Sacó la cajita de tafilete, la abrió y contempló la fotografía.

-Sigo teniendo mis dudas -exclamó finalmente.



-Oscar Wilde-

sábado, 18 de julio de 2009

Peor que el infierno

¡Oh, la crueldad incomprensible, inadmisible! Le sentenció Dios a muchos miles de siglos de purgatorio porque si los hombres al que no matan, al que absuelven de la última pena lo sentencian casi a lo mismo con sus treinta años, Dios, al que perdona del Infierno, le condena, a veces, a toda la eternidad menos un día, y aunque ese día mata por completo toda la eternidad, ¡cuán vieja y cuan postrada no estará el alma el día en que cumpla la condena! Estará idiota como el alma de la ramera Elisa, de Goncourt, cuando sale del presidio silencioso.

"¡Cuántas hojas de almanaque, cuántos lunes, cuántos domingos, cuántos primeros de año esperando un primero de año separado por tantísimos años!", pensaba el sentenciado, y no pudiendo resistir aquello, le pidió al Dios tan abusivamente cruel, que le desterrase al infierno definitivamente, porque allí no hay ninguna impaciencia.

"¡Matadme la esperanza! ¡Matad a esa esperanza que piensa en la fecha final, en la fecha inmensamente lejana!", gritaba aquel hombre que por fin fue enviado al Infierno, donde se le alivió la desesperación.




-Ramón Gómez de la Serna-

jueves, 16 de julio de 2009

La fábula de los ciegos

Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.
Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.





-Hermann Hesse-

martes, 14 de julio de 2009

Meter el diablo en el infierno

En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:
-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.

Y probando primero con ciertas preguntas que no había nunca conocido a hombre averiguó, y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor lo había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:

-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer. Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:

-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?

-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarlo.

Entonces dijo la joven:

-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.

Dijo Rústico:

-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.

Dijo Alibech:

-¿El qué?

Rústico le dijo:

-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos lugares, como dices.

La joven, de buena fe, repuso:

-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.

Dijo entonces Rústico:

-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.

Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios. La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:

-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.

Dijo Rústico:

-Hija, no sucederá siempre así.

Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo. Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:

-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.

Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:

-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.

Haciendo lo cual, decía alguna vez:

-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.

Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:

-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.

Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:

-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu diablo.

Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa Alibech de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio. Las mujeres preguntaron:

-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?

La joven, entre palabras y gestos, se los mostró; de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:

-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.

Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.




-Giovanni Boccaccio, del libro Decamerón-

sábado, 11 de julio de 2009

El dúo de la tos

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.
«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza.

El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme.

El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!»

Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía... compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden.

Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían.

Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta.

Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes.

«Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta.

«Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril.

Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público.

-El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! -repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo!

Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era... ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.

Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle.

Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice.

La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos.

La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos.

La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36.

La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar.

«¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen... ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.»

Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba:

Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy... si me deja la tos... ¡esta tos!... ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos...»

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos.

El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre... ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle... ¿para qué?

Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto... como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo.

La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.




-Leopoldo Alas (Clarín)-

jueves, 9 de julio de 2009

El inmortal

Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACON, Essays, LVIII

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Illiada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambio unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos paso del francés al ingles y del ingles a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugues de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el ultimo tomo de la Iliada hallo este manuscrito.

El original esta redactado en ingles y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.



I


Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatompylos, cuando Dioclecia no era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnanimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutonicos; Alejandría, debelada, imploro en vano la misericordia del Cesar; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logre apenas divisar el rostro de Marte. Esa privacion me dolio y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardin de Tebas. Toda esa noche no dormi, pues algo estaba combatiendo en mi corazon. Me levante poco antes del alba; mis esclavos dormian, la luna tenia el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mi, rodo del caballo. Con una tenue voz insaciable me pregunto en latin el nombre del rio que banaba los muros de la ciudad. Le respondi que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replico tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que esta al otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agrego que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determine descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el termino de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, converse con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el numero de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También reclute mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divise la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder.
Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacile ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erre sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.



II


Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asome y grite débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el ultimo sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montuna y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maraville de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Considere que estaba a unos treinta pies de la arena; me tire, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueno y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No se cuantos días y noches rodaron sobre mi. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, deje que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levante y pude mendigar o robar--yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma--mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la barbara aldea elegí la mas publica de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Ore en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la habla creído cercana. Hacia la medianoche, pise, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegre de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguarde (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigue mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Baje; por un caos de sórdidas galerías llegue a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el numero total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitúe a ese dudoso mundo; considere increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; se que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerro el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alce los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del marmol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fabrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erre por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fabrica de los dioses, pense primeramente. Explore los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Note sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo se, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con mas horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemoriza y repugna. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, prediga en simetrías, esta subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente explore, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; se que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pense) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Unicamente se que no me abandonaba el temor de que, al salir del ultimo laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada mas puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.



III


Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del ultimo sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno esta a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura barbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñare a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexione) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Cesares, de lo ultimo. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y trate de enseñárselo. Fracase y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre el giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgue imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pase a otras, aun mas extravagantes. Pense que Argos y yo participábamos de universos distintos; pense que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pense que acaso no había objetos para el, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pense en un mundo sin memoria, sin tiempo; considere la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquella había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lagrimas. Argos, le grite, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunte que sabía de la Odisea. La practica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda mas pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.



IV


Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el ultimo símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fabrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no perciban el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconseja la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en el, ya que destinan todos los demás, en numero infinito, a premiarlo o a castigarlo. Mas razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes/ todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Eglogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento mas fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Se de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer termino, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la mas honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal domestico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueno, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer mas complejo que el pensamiento y a el nos entregábamos. A veces, un estimulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamas he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no este compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El numero de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabara, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser ultimo; no hay rostro que no este por desdibujarse como el rostro de un sueno. Todo. entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no este como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tanger; creo que no nos dijimos adiós.



V


Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milite en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco mas. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Iliada de Pope; se que los frecuente con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea 1. Baje; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemple la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
...He revisado, al cabo de un año, estas paginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón mas íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a el, sino / Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catalogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una reprobación que era casi un remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El ultimo capítulo las incluye; ahí esta escrito que milite en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: "En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son mas curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que este copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catalogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos 2.
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.


Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el mas curioso, ya que no el mas urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien paginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de "la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en el primer capitulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw
(Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.




-Jorge Luis Borges, del libro El Aleph-