sábado, 29 de noviembre de 2008

La capa

Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.

Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás...»

Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.

-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso pálido)-. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?

Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la arrebataran.

-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir...

-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?

-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostería a unos kilómetros de aquí...

-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?

-No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.

-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?

Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.

-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería una molestia, es un tipo raro.

-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?

-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.

-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?

-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.

Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.

-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?

Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto pesar.

La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta. Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.

Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.

-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento que te haga el café.

Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse, pero sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.

Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.

-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a verlo... pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes calor?

El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de cualquier alegría).

-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.

Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.

-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella, impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.

-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?

Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.

-Madre -respondió, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir.

-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena.

-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ése está ahí esperándome.

-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos...

-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró fijamente...

Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.

-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se enfadase.

-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante.

-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es sangre!

-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adiós madre.

Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban, galopaban.

Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un pordiosero hambriento.



-Dino Buzzati, del libro Sesenta relatos-

jueves, 27 de noviembre de 2008

La biblioteca de Babel

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.


-Jorge Luis Borges, del libro El jardín de senderos que se bifurcan-

martes, 25 de noviembre de 2008

Axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.


-Julio Cortázar, del libro Cuentos completos I-

sábado, 22 de noviembre de 2008

Receta

El prestigioso médico dijo que no había nada que hacer por su padre. Ella estuvo un largo momento presa de la desesperación. Luego fue a ver a su amigo el farmacéutico. Juntos eligieron las pastillas: rosas para el amanecer, azules para la hora del crepúsculo.
El padre experimentó una extraordinaria mejoría. Y estableció con su hija una delicada trama entre el amanecer y el crepúsculo hasta su última hora, que no tardó en llegar.



-Nélida Cañas-

jueves, 20 de noviembre de 2008

El asceta y la prostituta

Era un pueblo en el que vivían, frente a frente, un asceta y una prostituta. El asceta llevaba una vida de penitencia y rigor, apenas comiendo y durmiendo en una mísera choza. La mujer era visitada muy frecuentemente por hombres.
Un día el asceta increpó a la prostituta:
--¿Qué forma de vida es la tuya, mujer perversa? Estás corrompida y corrompes a los demás. Insultas a Dios con tu comportamiento.
La mujer se sintió muy triste. En verdad deseaba llevar otra forma de vida, pero era muy difícil dadas sus condiciones. Aunque no podía cambiar su modo de conseguir unas monedas, se apenaba y lamentaba de tener que recurrir a la prostitución, y cada vez que era tomada por un hombre, dirigía su mente hacia el Divino. Por su parte, el asceta comprobó con enorme desagrado que la mujer seguía siendo visitada por toda clase de individuos. Adoptó la medida de coleccionar un guijarro por cada individuo que entrara en la casucha de la prostituta. Al cabo de un tiempo, tenía un buen montón de guijarros. Llamó a la prostituta y la recriminó:
--Mujer, eres terrible. ¿Ves estos guijarros? Cada uno de ellos suma uno de tus abominables pecados.
La mujer sintió gran tribulación.
Deseó profundamente que Dios la apartase de ese modo de vida, y, unas semanas después, la muerte se la llevaba.
Ese mismo día, por designios del inexorable destino, también murió el asceta, y he aquí que la mujer fue conducida a las regiones de la luz sublime y el asceta a las de las densas tinieblas. Al observar dónde lo llevaban, el asceta protestó enérgica y furiosamente por la injusticia que Dios cometía con él. Un mensajero del Divino le explicó:
--Te quejas de ser conducido a las regiones inferiores a pesar de haber gastado tu vida en austeridades y penitencias, y de que, en cambio, la mujer haya sido conducida a las regiones de la luz. Pero, ¿es que no comprendes que somos aquello que cosechamos? Echa un vistazo a la tierra.
Allí yace tu cuerpo, rociado de perfume y cubierto de pétalos de rosa, honrado por todos, cortejado por músicos y plañideras, a punto para ser incinerado con todos los honores. En cambio, mira el cuerpo de la prostituta, abandonado a los buitres y chacales, ignorado por todos y por todos despreciado. Pero, sin embargo, ella cultivó pureza y elevados ideales para su corazón pensando en Dios constantemente, y tú, por el contrario, de tanto mirar el pecado, teñiste tu alma de impurezas. ¿Comprendes, pues, por qué cada uno vais a una región tan diferente?


*El Maestro dice: Vigila tu actitud. Aprende a comprender y a tolerar. Discierne más allá de las apariencias.


-Anónimo-

martes, 18 de noviembre de 2008

La violación que no cesa

No suelo manejar rápido y por eso pude observarla por unos segundos mientras me aproximaba a ella. Era alta, blanca pero bronceada, pelirroja, y estaría por los 45 años de edad. Vestía –es un decir– jeans, un polo sucio y rasgado, con la inscripción: «Love me true» y una especie de sandalias, no muy cómodas para el desierto. Del hombro derecho le colgaba un fusil de guerra. Una extraña aparición, en Namibia o en cualquier lugar.
Todas las mañanas, de lunes a viernes, mi trabajo en una organización no gubernamental me llevaba de la ciudad a una aldea a cuyos pobladores ayudábamos a instalar agua y alcantarillado. En el crepúsculo volvía a Windhoek.
La mujer caminaba hacia mí; es decir, se dirigía a la ciudad. Miraba al frente con ojos que probablemente eran pardos y su maquillaje, bajo cierto tizne, parecía limitarse a un lápiz labial rosado. Su figura solitaria destacaba, obviamente, en esa carretera no muy transitada. A los lados, un desierto entre pardo, rojizo y amarillento salpicado de arbustos resecos. Los ocasionales camiones, buses y carretas no se detenían por la caminante.
Pensé que esa mujer estaba arriesgando varias cosas. También que debía detenerme y ofrecerle un aventón, pero iba en dirección contraria. Suspiré y no me detuve. Ella no me miró.
El resto del día, mientras lidiaba con la sonriente burocracia local, una y otra vez recordé la imagen de esa extraña mujer. Esperaba que hubiera llegado sana y salva a su destino.
Al día siguiente, a la misma temprana hora y en el mismo lugar apareció nuevamente, siempre caminando con pasos seguros y firmes. Me quedé paralizado por unos instantes pero luego pensé: algún tipo de granjera. Y hace bien en estar armada. Pasé a su lado más lentamente, con la intención de saludarla y agitar una mano. Parecía algo rejuvenecida. No me miró.
Cuando esto se repitió al tercer día, tras una ligera duda resolví detenerme y lanzarle alguna advertencia sobre la delincuencia: un pretexto, claro, para entablar una conversación que podría conducir a una aventura. Namibia puede ser un lugar muy solitario. Como pretexto no era demasiado inteligente: si realmente era una granjera –o la mujer de un granjero– sabría más sobre ese y otros temas locales que yo, un latinoamericano que apenas llevaba un par de semanas en el país.
Me detuve a su lado. Por alguna razón tuve que modificar mi cálculo: no debía tener mucho más de treinta años. Le grité alegremente "Hi", a ver qué pasaba.
Posiblemente hablaría afrikaans, y añadí un "hallo"más bien alemán.
No sólo no respondió sino que ni siquiera desvió la mirada al frente o modificó su paso. Pero ahora pude ver sus ojeras y las arrugas en la comisura de la boca, el tostado –más que bronceado– de su piel y una que otra cana. Tampoco hizo gesto alguno para empuñar el rifle.
Su desinterés era tan extraño como ella. Como bien sabemos los científicos sociales –soy un ingeniero muy ligado a ellos– en zonas rurales la gente suele ser muy cortés, hasta formal. Cargar un arma no contradice tal actitud. El campesino es desconfiado pero no necesariamente agresivo. Esta mujer no parecía sino indiferente, lo que puede ser otro disfraz campesino; pero no el lápiz de labios ni el porte orgulloso o petrificado.
Petrificado, sí, o quizás la palabra sería robotizado. Un andar automático pero no torpe, pesado o masculino. Un ligero balanceo de las caderas, demasiado leve para ser erótico, no indicaba sino un hábito femenino inconsciente.
–¿Puedo ayudarla en algo?–pregunté en inglés.
Me pareció que pestañeaba, pero no hubo ninguna otra reacción. No interrumpió su marcha hacia la ciudad. Como si hubiera escuchado un trueno lejano. Arranqué y la dejé atrás. Nunca olvidaré mi visión en el retrovisor: una mujer alta, casi en harapos, fusil al hombro, cuyo cabello largo y rojo dorado encajaba perfectamente entre los colores del desierto y destacaba como un fuego entre rescoldos opacos. Se iba empequeñeciendo mientras el paisaje crecía a los lados de la carretera negra.
Durante todo el día me descubrí distraído y preocupado. Precisamente el descuido o la pobreza de su vestuario la hacía más hermosa. Pocas mujeres entenderán eso. Muchos hombres sí. Los contrastes me atraen más que las invitaciones. Pero, ¿qué imagen era esta? ¿Y qué me decía ese contraste entre belleza y desaliento?
Un día más: partí ansioso, calculando la hora y las distancias. Y todo había cambiado.
Era ella, sí, en el mismo tramo de la carretera, a la misma hora. Pero ya de lejos se notaba la diferencia: el trote era más ágil, las caderas se balanceaban con más decisión y una pizca de coquetería. Al detenerme junto a ella, de su rostro indiferente había desaparecido toda arruga y se había establecido, más bien, una muy discreta sonrisa. Esa sonrisa no era para mí.
Siempre me han acusado de pedante, entre otras cosas. La crítica más humorística ha sido:
–Piensas mucho para ser ingeniero.
Y ahora vaya si estaba pensando. Es, por supuesto, un prejuicio creer que un ingeniero –o un policía, o un abogado– no puede gustar de la poesía o de la pintura.
O, como en mi caso, de la ciencia-ficción. O que, por el contrario, un músico no puede ser un aficionado a la mecánica.
Tomé una decisión.
Di una vuelta en U, coloqué el jeep a su altura y la invité:
–Suba. La llevo. Es más seguro . No se produciría una catástrofe en los trabajos de la aldea si yo no estaba por un día o llegaba tarde. Los aldeanos no eran unos incapaces.
Por primera vez hubo una reacción.
–Mañana–dijo.–O quizás el día después.
Tras una pausa, como si de pronto recordara los buenos modales, añadió:
–Gracias.
Todo esto sin mirarme y con la sonrisa congelada en el rostro. El tono de su lápiz de labios se había intensificado. No podía tener más de veinticinco años.
–Okay–dije y di la vuelta nuevamente.
Casi no pude trabajar ese día. Ni dormir a la noche siguiente.
De alguna manera yo ya sabía lo que iba a encontrar esta mañana en la carretera: una chica de unos quince años, alta, pelirroja ardiente, ya tiznada por el sol y sin maquillaje, con un para ella sin duda pesado pero no tan incongruente rifle de guerra. Al cruzarme con ella a velocidad reptante, detecté un reflejo en los ojos que al principio tomé por alegre coquetería pero que luego identifiqué con lágrimas acumuladas. Me miró por un segundo y volvió a mirar al frente.
Sí, pienso –y leo– mucho para ser ingeniero, como dicen mis tolerantes amigos.
Parece que tengo una inusual capacidad para no asombrarme demasiado.
–¿Te llevo?–le pregunté, desde el jeep ya detenido.–¿Vas a Windhoek?
Le tomó el tiempo de aspirar aire y respondió:
–Tengo que ir al hospital central.
–Te llevo–repetí.
Volvió a dudar brevemente y se encaramó a mi costado. Dejó el rifle sobre sus rodillas, con el cañón hacia fuera. Cuando arranqué, me miró fijamente. Era la primera vez que parecía realmente interesada en mí.
Naturalmente mis ganas de una aventura sexual habían cedido gran parte de su lugar a un interés de otro tipo, pero no habían desaparecido del todo: una atractiva chica de 15 años crea un conflicto entre lo legal y lo instintivo. Pero sé controlarme en estas cosas y en otras. No puedo decir lo mismo de mi cerebro.
–¿Vas a visitar a alguien?–le pregunté.
–A mi madre.
–¿Accidente?
Mantuvo un silencio opaco. Y se decidió:
–Asaltaron la granja, mataron a mi padre y la violaron.
–Qué terrible. Yo...
–Por eso llevo este rifle.
–Haces muy bien, pero de todas maneras no deberías andar sola.
Emitió una pícara carcajada.
–Nadie me ve.
–Yo te veo.
–Eso es lo extraño.
Añadió.
–Por eso te hablo.
Me miró nuevamente.
–Tengo que llegar pronto al hospital. Un día más y sería demasiado pequeña para llegar a tiempo.

–¿A tiempo?
–Para el parto.
Delante de mí, la carretera vibraba por el típico espejismo del charco de agua.
Callé. Decidí dejarla hablar. Sabía que esta mujer reconvertida en chica tenía problemas, pero yo también: ¿quién deliraba, quién rejuvenecía diariamente? ¿En qué consistía el problema?
–Era una en un millón, supongo, pero quedó embarazada mientras papá se desangraba.
–¿Papá?–pregunté astutamente.
Me miró. Añadí:
–¿Cuál eres tú?
Sonrió.
–No lo sé.
Pensé: un ingeniero de ONG, con fanáticas lecturas de ciencia-ficción y mediocres intentos de escribirla, no puede ser cogido de sorpresa. Pero con este bon mot no dejaba de estar aterrado.
–¿Y ahora vas a la maternidad o a la morgue?
La dejé a la puerta principal del hospital.

***

Todo esto ocurrió hace dos meses y entretanto los aldeanos me ratificaron esencialmente la historia. Es siniestra y sencilla: una granja asaltada y saqueada, un granjero asesinado, su mujer, de unos 45 años, violada. No tenían hijos. Efectivamente,la mujer había quedado embarazada. Murió al dar a luz una niña muerta en el hospital central de Windhoek.
Nunca relaté, antes de ahora, lo que me ocurrió en la carretera.
Los aldeanos, siempre supersticiosos, como decía mi jefe.
–Cuentan al respecto una historia de fantasmas.
Claro, pensé, ¿pero el fantasma de quién?



-José B. Adolph, del libro Selección de relatos cortos-

sábado, 15 de noviembre de 2008

Las muertes concéntricas

Wade Atsheler ha muerto... ha muerto por mano propia. Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.

Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros pensamientos; pero cuando supimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía tiempo la esperábamos. Esto, por análisis retrospectivo, era explicable por su gran inquietud. Escribo "gran inquietud" deliberadamente.

Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el magnate de los tranvías, no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos observado que su lisa frente iba cavándose en arrugas más y más hondas, como por una devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro raleaba y se plateaba como la hierba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros olvidaría las melancolías en que solía caer, en medio de las fiestas que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos, cuando la diversión se expandía hasta desbordar, súbitamente, sin causa aparente, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos contraídas y su cara tornadiza, con espasmos de pena mental, denotaban una lucha a muerte con algún peligro desconocido.

Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos para interrogarlo. Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no hubieran servido de nada. Cuando murió Eben Hale, de quien era secretario confidencial -más aún, casi hijo adoptivo y socio-, dejó del todo nuestra compañía, y no, ahora lo sé, por serle desagradable, sino porque su preocupación se hizo tal que ya no pudo responder a nuestra alegría ni encontrar ningún alivio en ella. No podíamos entender entonces la razón de todo esto. cuando se abrió el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade Atsheler era el único heredero de los muchos millones de su jefe, y que se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le entregara sin distingos, tropiezos ni incomodidades.

Ni una acción de compañía, ni un penique al contado, fueron legados a los parientes del muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía expresamente que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale cualquier cantidad de dinero que a su juicio le pareciera conveniente, en el momento que quisiera. Si se hubieran producido escándalos en la familia Hale, o sus hijos fueran díscolos o irrespetuosos, habría habido alguna excusa para esta inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más sólida que sus hijos e hijas, mientras que a su esposa, quienes mejor la conocían la apodaban "Madre de los Gracos", con cariño y admiración. Inútil es decirlo, este inexplicable testamento fue el tema general por nueve días, y hubo una gran sorpresa cuando no se produjo demanda alguna.

Ayer apenas, Eben Hale entró en reposo eterno en su mausoleo. Ahora, Wade Atsheler ha muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Acabo de recibir una carta suya, echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes del suicidio. Esta carta que tengo a la vista es una narración, de su puño y letra, en la que intercala numerosos recortes de diarios y copias de cartas. La correspondencia original, me dice, está en manos de la policía. También me suplica divulgar la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia.

Incluyo aquí el texto por entero: Fue en agosto, 1899, después de regresar del veraneo, que recibimos la primera carta. No comprendimos entonces; no habíamos acostumbrado nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó sobre mi escritorio, con una carcajada.

Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: "Es broma lúgubre, señor Hale, y de pésimo gusto." He aquí, querido John, un duplicado exacto de esa carta.



Oficina de los Sicarios de Midas, 17 de agosto, 1899. Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro: Queremos obtener al contado, en la forma que usted decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma, a nosotros o a nuestros agentes; usted notará que no especificamos tiempo, pues no deseamos apresurarlo en este detalle. Hasta puede pagarnos, si le es más fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos cuotas inferiores a un millón.

Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado intelectual, cuyo número en creciente aumento marca con letras rojas los últimos días del siglo XIX; hemos decidido entrar en este negocio después de un completo estudio de la economía social. Nuestro plan no nos permite lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial. Hasta ahora hemos tenido bastante éxito, y esperamos que nuestras gestiones con usted resulten gratas y satisfactorias.

Le rogamos que nos siga con atención mientras le explicamos nuestros puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se funda única y enteramente, en última instancia, en la fuerza. Los caballeros de Guillermo el Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda. Esto es verdad para todas las potencias feudales.

Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas o capitanes de la industria virtualmente despojaron a los descendientes de los capitanes de la guerra.

La mente, y no el músculo, prima hoy en la lucha por la vida: pero esta situación también está basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los magnates feudales saqueaban el mundo a sangre y fuego. los magnates financieros explotan al mundo, aplicando las fuerzas económicas. La mente y no el músculo es lo que perdura, y los intelectual y comercialmente poderosos son los más aptos para sobrevivir.

Nosotros, los Sicarios de Midas, no nos resignamos a ser esclavos a sueldo. Los grandes trusts y combinaciones de negocios (entre los que sobresale el que usted dirige) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra inteligencia reclama.

¿Por qué? Porque no tenemos capital. Pertenecemos al bajo pueblo, pero con esta diferencia: nuestras mentes están entre las mejores, Y no nos traban escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol, con vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años -ni en veinte veces sesenta años- una suma de dinero capaz de competir con las grandes masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos en la lucha. Arrojamos el guante al capital del mundo. Si éste acepta el desafío o no, igual tendrá que luchar.

Señor Hale, nuestros intereses nos dictan exigir de usted veinte millones de dólares.

Ya que nosotros somos considerados y le otorgamos un plazo razonable para que lleve a cabo su parte de la transacción, le rogamos que no se demore demasiado. Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones, inserte un anuncio conveniente en el Morning Blazer. Entonces le comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.

Es mejor que usted lo haga antes del lo de octubre. Si no es así, para demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en la calle Treinta y Nueve Este. Se tratará de un obrero, a quien ni usted ni nosotros conoceremos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y nosotros otra -una nueva fuerza-. Sin odio entramos en combate. Usted es la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre será molida por las dos, pero podrá salvarse si usted acepta nuestras condiciones a tiempo.

Hubo una vez un rey maldito por el oro: su nombre está en nuestro sello oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.

Quedamos Ss. Ss. Ss. Los Sicarios de Midas.



Tú te preguntarás, querido John, por qué no reírnos de una comunicación tan descabellada. No podíamos dejar de admitir que la idea estaba bien concebida, pero era demasiado grotesca para que la tomáramos en serio. El señor Hale dijo que conservaría como curiosidad literaria la carta, y la metió en una casilla de su archivo. Pronto olvidamos su existencia. Y puntualmente, el 1° de octubre, el correo matutino nos trajo lo siguiente:



Oficina de los Sicarios de Midas, 1° de octubre, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en Treinta y Nueve Este, un obrero fue apuñalado en el corazón.

Cuando usted lea esto su cuerpo yacerá en la Morgue. Vaya y contemple la obra de sus manos. El 14 de octubre, en prueba de nuestra seriedad en este asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos un policía en (o cerca de) la esquina de Polk y Avenida Clermont.

Muy cordialmente Los Sicarios de Midas.

Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con el trato en perspectiva, con un sindicato de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió dictando a la taquígrafa, sin volver a pensar en la carta. Pero de algún modo, no sé por qué, una honda depresión me atacó. ¿Si no fuera broma? Involuntariamente busqué un diario. Allí había, como convenía a una oscura persona de las clases pobres, una mezquina docena de líneas, junto al aviso de un boticario, en un rincón:


Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle Treinta y Nueve Este, un obrero llamado Pete Lascalle, yendo a su trabajo, recibió una puñalada en el corazón, de un agresor desconocido, que huyó. La policía no ha descubierto ningún motivo para asesinato.


Imposible!, fue la respuesta del señor cuando leí la noticia; pero el incidente pesó evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia tontería, me pidió que comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que se riera de mí el comisario, aunque me prometió que la vecindad de aquella esquina sería vigilada especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas, cuando la siguiente nota nos llegó correo:



Oficina de los Sicarios de Midas, 15 de octubre, 1899.

Señor Eben Hale, Plutócrata.

Muy señor nuestro:

Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa, pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente.

Para protegernos de las interferencias policiales, ahora le informaremos de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho.

Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.



Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de breve busca, me leyó esta noticia:


UN COBARDE CRIMEN.- Josep Donahue, destinado a una guardia especial en la Sección Once, fue muerto a media noche, de un tiro en la cabeza.

La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clermont, a plena luz. En verdad que nuestra sociedad es poco estable cuando los guardianes de su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no consiguió hasta ahora el menor indicio de una pista.


Apenas acababa de leer, cuando llegó la policía -el comisario con dos de sus hombres, en visible alarma y seriamente perturbados-. Aunque los hechos eran tan pocos y tan sencillos hablamos mucho, repitiéndonos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se arreglaría todo y que los criminales serían aplastados.

Mientras tanto juzgó conveniente poner una guardia para nuestra protección personal, y una patrulla para vigilancia continua de la casa y jardines. Una semana después, a la una de la tarde, recibimos este telegrama:



Oficina de los Sicarios de Midas, 21 de octubre, 1899.

Señor Eben Hale Plutócrata.

Muy señor nuestro:

Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal.

Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armadas, como si fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza sus veinte millones.

Créanos: esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá, después de reflexionar un poco que su vida nos es preciosa. No tema. Por nada en el mundo le haremos daño. Es nuestra política protegerlo de todo peligro y cuidar a usted con toda ternura. Su muerte no significa nada para nosotros. Si así no fuera, tenga seguridad de que no vacilaríamos en destruirlo. Piénselo bien, señor Hale. Cuando haya abonado nuestro precio tendrá que reducir los gastos. Desde ahora despida a sus guardias. Dentro de los diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá sido estrangulada en el Parque Brentwood. El cuerpo se encontrará entre los arbustos, al borde de las senda que va hacia la izquierda del quiosco de música.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.



En seguida el señor de Hale avisó por teléfono al comisario. Quince minutos después, éste nos comunicó que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado. Esa noche los diarios abundaban en chillones títulos sobre Jack el estrangulador, denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar con el comisario, que nos rogó mantener al asunto en secreto.

El éxito, dijo, dependía del silencio.

Como tú sabes, John, el señor Hale era hombre de hierro. Rehusaba rendirse. Pero, oh John, esa fuerza ciega en la oscuridad era terrible. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni nada, sólo contener las manos y esperar. Semana tras semana, cierta como la salida del sol, venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente de todo mal, pero tan muerta por nosotros como si la matáramos con nuestras propias manos. Una palabra del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó; sus arrugas se ahondaron, sus ojos y la boca se afirmaron en severidad, y la cara envejeció. No hay ni qué hablar de mi sufrimiento en ese tremendo período.

Encontrarás aquí las cartas y los telegramas de los Sicarios de Midas y los artículos de los diarios.

También encontrarás las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los Sicarios de Midas parecían tener acceso a la intimidad de los negocios y de la finanza. Nos comunicaban informaciones que ni siquiera nuestros agentes conseguían.

Una nota de ellos, en el momento crítico de un trato, ahorró al señor Hale cinco millones. En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado quitara la vida a mi jefe. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía, que le encontró encima un poderoso y nuevo explosivo como para hundir un barco de guerra.

Persistimos. El señor Hale esta resuelto a todo. Desembolsaba a razón de cien mil dólares semanales en servicio secreto. La ayuda de Pinkerton, de Holmes y de un sinnúmero de agencias particulares fue requerida; miles de hombres figuraban en nuestras listas de pago. Nuestros pesquisas pululaban por doquier, en todos los disfraces, investigando todas las clases sociales. Seguían millares de claves y pistas; centenares de sospechosos eran detenidos; y miles de otros sospechosos eran vigilados; nada tangible salió a luz. Para sus comunicaciones, los Sicarios de Midas continuamente de método de envío.

Cada mensajero que mandaban era arrestado de inmediato. Pero siempre éstos demostraban ser inocentes, mientras que sus descripciones de las personas que los enviaban nunca coincidían. El 31 de diciembre nos notificaron:


Oficina de los Sicarios de Midas, 31 de diciembre, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Siguiendo nuestra política -nos halaga que usted ya esté versado en ella- nos permitimos comunicarle que daremos un pasaporte, desde este Valle de Lágrimas, al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas. Acostumbra estar en su oficina a esta hora. Mientras usted lee esta carta, respira él su último aliento.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.


Corrí al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero, mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída de su cuerpo. Luego una voz extraña me dio los saludos de los Sicarios de Midas, y cortó.

Pedí con la oficina pública, para que socorrieran al comisario. Pocos minutos después supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre, y muriendo. No había testigos; no se encontraron huellas del asesino.

En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un cuarto de millón fluía por sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Las recompensas ofrecidas llegaban a sumar más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea clara de sus recursos y de cómo los usaba sin tasa. Decía que luchaba por un principio.

Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Las policías de todas las grandes ciudades cooperaban, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en liza, y el asunto se convirtió en una de las principales cuestiones de Estado. Algunos fondos nacionales se dedicaron a descubrir a los Sicarios de Midas y todo agente del gobierno estuvo atento. Pero fue en vano. Los Sicarios de Midas golpeaban sin errar en su obra inevitable. Sin embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la sangre que las teñía. Aunque no era, técnicamente, un asesino, aunque ningún jurado de sus iguales pudiera acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo. Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires por la prosperidad de los más. Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena. Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad, y mujeres y ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían en todo el país. A mitad de febrero, una noche, mientras estábamos en la biblioteca, golpearon a la puerta con violencia. Respondí yo, encontrando sobre la alfombra del comedor esta misiva:


Oficina de los Sicarios de Midas, 15 de febrero, 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido demasiado abstractos en el manejo de nuestro negocio. Seamos ahora concretos. Miss Adelaide Laidlaw es una joven de talento, tan bondadosa, entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laidlaw, y sabemos que usted la llevó en sus brazos cuando niña. Es la amiga más íntima de su hija y ahora está visitándola. Cuando usted lea esto, la visita habrá terminado.

Muy cordialmente. Los Sicarios de Midas.



Al instante comprendimos lo que significaba. Corrimos por la gran casa, sin hallar a la muchacha. La puerta de su departamento estaba cerrada con llave, pero la hundimos a empujones desesperados, y allí, vestida para la Opera, asfixiada con almohadones, todavía tibia y flexible, yacía casi viva. Deja que pase sobre este horror. Seguramente recordarás los relatos de los diarios.

Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó solemnemente a quedarme con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.

A la mañana siguiente me sorprendió su alegría. Yo había previsto que la tragedia última le produciría un hondo shock; pero ignoraba aún hasta que punto lo había afectado. Al otro día lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su rostro devastado por la congoja. Murió asfixiado. Con la connivencia de las autoridades se comunicó al mundo que se trataba de un ataque al corazón. Creímos juicioso ocultar la verdad.

Apenas dejé esa cámara de muerte, cuando -pero demasiado tarde- recibí la carta siguiente:



Oficina de los Sicarios de Midas, 17 de febrero, 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia para usted. Se nos ocurre que usted pueda intentar escapársenos. No hay sino un camino, en apariencia, como usted sin duda lo habrá descubierto. Pero queremos informarles que aun este único camino le está cerrado. Usted puede morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto: Somos parte y porción de sus posesiones. Con sus millones pasamos a sus herederos y cesionarios para siempre.

Somos lo inevitable. Somos la culminación de la injusticia industrial y social. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de una perversa selección social; combatimos a la fuerza con la fuerza. Sólo los fuertes perdurarán. Creemos en la supervivencia de los más aptos. Habéis hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los capitanes de guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No nos quejamos del resultado, porque reconocemos y tenemos nuestro ser en la misma ley natural. Ahora surge la cuestión: Bajo el presente medio social, ¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis ser los más aptos. Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.



John, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué explicar? Este relato aclarará todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laidlaw. Desde entonces aguardé con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.

Hoy fui notificado que una mujer de clase media sería muerta en el Parque Puerta de Oro, en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que corresponden a los que yo conocía.

Es inútil. No puedo luchar contra lo inevitable. He sido leal al señor Hale y trabajé duro. Por qué mi lealtad se premia así, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza puesta en mí, ni a la palabra dada. Ahora legué los muchos millones que recibí a sus poseedores legítimos. Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes que leas esto, habré muerto. Los Sicarios de Midas son todopoderosos. La policía es impotente. Supe por ella que otros millonarios han sido multados y perseguidos del mismo modo. ¿Cuántos?, no se sabe, pues si uno cede a los Sicarios de Midas, su boca queda sellada. Los que no cedieron aún, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el fin. El Gobierno Federal no puede hacer nada. También entiendo que organizaciones similares han hecho aparición en Europa.

La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra las clases, es una clase contra las clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y golpeados. La ley y el orden han fracasado. Las autoridades me suplicaron que guardara este secreto. Lo hice, pero ya no puedo callarlo. Se ha transformado en cuestión de importancia pública, llena de tremendos peligros y consecuencias, y mi deber es informar al mundo, antes de abandonarlo.

Tú, John, por mi último pedido, publica esto. No temas. El destino de la humanidad está en tu mano ahora. Que la prensa tire millones de ejemplares, que la electricidad lo difunda por el mundo, que donde los hombres se encuentren y hablen, hablen de ello temblando de terror. Y entonces, cuando estén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda su potencia y arroje de sí esta abominación.

Tuyo, en largo adiós Wade Atsheler.



-Jack London, del libro Las muertes concéntricas-

jueves, 13 de noviembre de 2008

El hijo ingrato

Un día estaba un hombre sentado con su mujer a la puerta de su casa, y se hallaban comiendo con mucho gusto un pollo, el primero que les habían dado aquel año las gallinas. El hombre vio venir a lo lejos a su anciano padre y se apresuró a ocultar el plato para no tener que darle, de modo que el visitante sólo bebió un trago y se volvió en seguida.
En aquel momento fue el hijo a buscar el plato para ponerlo en la mesa, pero el pollo asado se había convertido en un sapo muy grande que saltó a su rostro, al que se adhirió para siempre. Cuando intentaban quitarlo de allí, el horrible monstruo lanzaba a las gentes miradas venenosas como si fuera a tirarse a ellas, así es que nadie se atrevía a acercarse. El hijo ingrato quedó condenado a sustentar al sapo, pues si no le devoraba la cabeza. Así pasó el resto de sus días vagando miserablemente por la tierra.




-Hermanos Grimm-

martes, 11 de noviembre de 2008

Mala sangre

Tengo de mis antepasados galos el ojo azul pálido, el cerebro estrecho y la torpeza en la lucha. Hallo mi vestimenta tan bárbara como la suya. Pero yo no me unto la cabellera con manteca. Los galos eran los desolladores de animales, los quemadores de hierba más ineptos de su tiempo.
De ellos tengo: la idolatría y el amor al sacrilegio; - ¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria- magnífica, la lujuria; -en especial, mentira y pereza.
Me espantan todos los oficios. Maestros y obreros, todos campesinos, innobles. La mano de pluma vale igual que la mano de arado.- ¡Qué siglo de manos! - Nunca tendré mi mano. Luego, la domesticidad conduce demasiado lejos. La honradez de la mendicidad me desconsuela. Los criminales repugnan como castrados: yo estoy intacto, y me da lo mismo. Pero, ¿quién me hizo tan pérfida la lengua, que hasta aquí haya guiado, salvaguardándola, mi pereza? Sin servirme para vivir ni siquiera del cuerpo, y más ocioso que el sapo, he vivido por todas partes. No hay familia de Europa que yo no conozca.
- Me refiero a familias como la mía, que se lo deben todo a la Declaración de Derechos del Hombre. - ¡He conocido a todos los niños bien!
¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior. No logro comprender la rebeldía. Mi raza nunca se levantó más que para el pillaje: así los lobos con el animal que no mataron ellos.
Recuerdo la historia de la Francia hija primogénita de la Iglesia. Habría hecho, villano, el viaje a tierra santa; tengo en la cabeza caminos por las llanuras suabas, vistas de Bizancio, murallas de Solima; el culto de María, el enternecimiento por el crucificado, se despiertan en mí entre mil hechicerías profanas. - Estoy sentado, leproso, en los cacharros rotos y las ortigas, al pie de un muro roído por el sol.- Más tarde, reitre, habría vivaqueado bajo las noches de Alemania. ¡Ah! Algo más: bailo el aquelarre en un rojo calvero, con viejas y con niños.
No recuerdo más lejos que esta tierra y el cristianismo. Nunca me terminaría de ver en ese pasado. Pero siempre solo, sin familia; incluso ¿qué lengua hablaba? No me veo jamás en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los señores, -representantes de Cristo.
¡Oh la ciencia! Lo hemos recuperado todo. Para el cuerpo y para el alma, - el viático, - tenemos la medicina y la filosofía, - los remedios caseros y las canciones populares arregladas. ¡Y las diversiones de los príncipes, y los juegos que éstos prohibían! ¡Geografía, Cosmografía, Mecánica, Química!… ¡La Ciencia, la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo avanza! ¿Por qué no va a dar vueltas?
Es la visión de los números. Vamos hacia el Espíritu. Es segurísimo, es oráculo, esto que os digo. Comprendo y, como no sé explicarme sin palabras paganas, querría callarme.
¡Vuelve la sangre pagana! El Espíritu está cerca: ¿por qué no me ayuda Cristo, dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡El Evangelio pasó! ¡El Evangelio!
Estoy esperando a Dios con glotonería. Soy de raza inferior desde la eternidad.
Heme en la playa armoricana. Que las ciudades se enciendan al atardecer. Mi jornada está hecha; dejo Europa. El aire del mar me quemará los pulmones, los climas perdidos me curtirán. Nadar, desmenuzar la hierba, cazar, sobre todo fumar; beber licores fuertes como metal hirviendo, - como hacían los queridos antepasados alrededor de las fogatas. Volveré, con miembros de hierro, con la piel oscura, los ojos enfurecidos: por mi máscara, me juzgarán de una raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan de estos feroces enfermos cuando regresan de los países cálidos.
Me veré mezclado en asuntos políticos. Salvado. Ahora estoy maldito, tengo horror a la patria. Lo mejor es un sueño muy borracho, en la playa.
No hay partida. -Reanudemos los caminos de aquí, cargado de mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento a mi lado, desde la edad del juicio- que asciende al cielo, me golpea, me tira, me arrastra.
La última inocencia y la última timidez. Está dicho. No traer al mundo ni mis repugnancias ni mis traiciones. ¡Adelante! La marcha, la carga, el desierto, el aburrimiento y la cólera.
¿A quién alquilarme? ¿Qué alimaña hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener?- ¿Qué sangre pisotear?
Mejor, guardarse de la injusticia. - La vida dura, el embrutecimiento simple-, alzar, con el puño descarnado, la tapa del ataúd, incorporarse, asfixiarse. Así, ninguna vejez, ningún peligro: el terror no es francés.
¡Ah! Estoy tan desesperado, que a cualquier imagen divina ofrezco impulsos hacia la perfección.
¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí abajo, no obstante!
De profundis, Domine, ¡seré tonto!
Ya desde muy niño admiraba al forzado irreductible tras el cual se cierran siempre las puertas de la prisión; visitaba los albergues y los alojamientos que el podía haber consagrado con su estancia; veía con su idea el cielo azul y el trabajo florido del campo, olfateaba su fatalidad en las ciudades. Tenía más fuerza que un santo, más sentido común que un viajero -y él ¡él solo! era testigo de su gloria y de su razón. Por los caminos, en noches de invierno, sin cobijo, sin ropa, sin pan, una voz me atenazaba el corazón helado: "Debilidad o fuerza; hete aquí: es la fuerza. No sabes ni adónde ni por qué vas; entra en todas partes, contesta a todo. No te matarán más que si fueras cadáver". Por la mañana, tenía la mirada tan perdida y la compostura tan muerta, que quienes me encontré quizá no me vieran.
En las ciudades el fango se me aparecía súbitamente rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara deambula por la habitación contigua, ¡como un tesoro en el bosque! Buena suerte, gritaba yo, y veía un mar de llamas y de humo en el cielo; y, a izquierda, a derecha, todas las riquezas, llameando como millones de truenos.
Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una multitud exasperada, delante del pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que no hubieran podido comprender, y perdonando.
- ¡Igual que Juana de Arco! - "Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Yo nunca formé parte de este pueblo, yo nunca fui cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy un bruto, os equivocáis…" Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una alimaña, un negro. Pero puedo salvarme. Vosotros sois falsos negros, vosotros maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: has bebido un licor libre de impuestos, de la fábrica de Satán. - Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer. Los tullidos y los viejos son tan respetables, que solicitan ser hervidos. - Lo más astuto es abandonar este continente donde la locura anda al acecho, para proveer de rehenes a estos miserables. Entre en el verdadero reino de los hijos de Cam. ¿Sigo conociendo la naturaleza? ¿Me conozco? - No más palabras. Amortajo a los muertos en mi vientre. Gritos, tambor, danza, danza, danza, ¡danza! Ni siquiera veo la hora en que, al desembarcar los blancos, caeré en la nada. Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, ¡danza!
Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.
He recibido en el corazón el golpe de gracia. ¡Ah! ¡No lo tenía previsto!
No he hecho mal alguno. Los días van a serme leves, se me ahorrará el arrepentimiento. No habré conocido los tormentos del alma casi muerta para el bien, donde se alza la luz tan severa como los cirios funerarios. El destino del niño bien: ataúd prematuro, cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda que el desenfreno es tonto, que el vicio es tonto; hay que arrojar la podredumbre aparte. ¡Pero el reloj no habrá llegado a no dar ya sino la hora del puro dolor! ¿Van a secuestrarme, como a un niño, para jugar en el paraíso, olvidado de toda desgracia? ¡Rápido! ¿Hay otras vidas? - Dormir en la riqueza es imposible. La riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza no es sino un espectáculo de bondad. Adiós, quimeras, ideales, errores.
El canto razonable de los ángeles se eleva del navío salvador; es al amor divino. - ¡Dos amores! Puedo morir de amor terrenal, morir de entrega. ¡He dejado almas cuyo dolor aumentará con mi partida! Me escogéis entre los náufragos; quienes se quedan, ¿no son acaso amigos míos? ¡Salvadlos!
La razón me ha nacido. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Ya no son promesas de niño. Ni la esperanza de eludir la vejez y la muerte. Dios es mi fuerza, y yo alabo a Dios.
El aburrimiento ya no es mi amor. Las rabias, los desenfrenos, la locura, cuyos impulsos todos, cuyos desastres conozco, -toda mi carga está depositada. Valoremos sin vértigo el alcance de mi inocencia.
Ya no sería capaz de solicitar el consuelo de una paliza. No me creo embarcado hacia una boda con Jesucristo por suegro. No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad dentro de la salvación: ¿cómo perseguirla? Los gustos frívolos me han abandonado. Ya no hay necesidad de entrega ni de amor divino. No añoro el siglo de los corazones sensibles. Cada cual tiene su razón, desprecio y caridad: yo conservo mi puesto en lo alto de la angélica escala del sentido común.
En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no… no, no la quiero. Me disipo demasiado, soy demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad; pero mi vida no pesa lo suficiente, se eleva y flota muy por encima de la acción, ese querido lugar del mundo.
¡Qué solterona me estoy volviendo, por falta de valor para amar a la muerte!
Si Dios me concediera la calma celestial, aérea, la plegaria, - como a los antiguos santos. - ¡Los santos! ¡Gente fuerte! ¡Los anacoretas! ¡Unos artistas como ya no hacen falta! ¡Farsa continua! Mi inocencia me haría llorar. La vida es la farsa a sostener entre todos.
¡Basta! Llega el castigo. - ¡Adelante!
¡Ah! ¡Los pulmones arden, las sienes braman! ¡La noche me da vueltas en los ojos, con ese sol! El corazón… Los miembros… ¿A dónde vamos? ¿Al combate? ¡Soy débil! Los demás avanzan. Los aperos, las armas… ¡el tiempo!… ¡Fuego! ¡Fuego contra mí! ¡Aquí! O me rindo. - ¡Cobardes!
- ¡Me mato! ¡Me arrojo a los cascos de los caballos!
¡Ah!…
- Ya me acostumbraré.
¡Sería la vida francesa, el sendero del honor!



-Jean Arthur Rimbaud, del libro Una temporada en el infierno-

sábado, 8 de noviembre de 2008

El sabio ignorante

Aquella mañana, tan pronto como despertó, el muchacho empezó a reír y a vaciarse de ideas. Vivió, envejeció y murió jocosamente, sin recobrar la lucidez.
Los sabios del lugar le llamaban maestro.



-Orlando Romano, del libro Cuentos de un minuto-

jueves, 6 de noviembre de 2008

Llave

Fue triste cuando mi padre, sin que ya se lo pidiera, me dio la llave de la casa. Yo era casi un adulto y él me la dio como quien pide permiso para envejecer.

 

-Raúl Brasca, del libro Todo tiempo futuro fue peor-

martes, 4 de noviembre de 2008

Insomnio

Vendrá esta noche, como todas las anteriores.
Trepará por la pared y se esconderá en el armario o debajo de la cama. Esperará la hora exacta, cuando relaje los músculos del cuello y entorne los parpádos. Sé que voy a sentir miedo cuando escuche su respiración en la cocina o el viento frío de sus pasos acercándose por el pasillo. He intentado convencerle de que estoy débil y ya no le sirvo, mis mejillas están muy pálidas.
Pero el vampiro no escucha y se ríe de mi crucifijo.



-Juan Gracia Armendáriz, del libro Noticias de la frontera-

sábado, 1 de noviembre de 2008

El cuento

A media tarde el hombre se sienta ante su escritorio, coge una hoja de papel en blanco, la pone en la máquina y empieza a escribir. La frase inicial le sale enseguida. La segunda también. Entre la segunda y la tercera hay unos segundos de duda.

Llena una página, saca la hoja del carro de la máquina y la deja a un lado, con la cara en blanco hacia arriba. A esta primera hoja agrega otra, y luego otra. De vez en cuando relee lo que ha escrito, tacha palabras, cambia el orden de otras dentro de las frases, elimina párrafos, tira hojas enteras a la papelera. De golpe retira la máquina, coge la pila de hojas escritas, la vuelve del derecho y con un bolígrafo tacha, cambia, añade, suprime. Coloca la pila de hojas corregidas a la derecha, vuelve a acercarse la máquina y reescribe la historia de principio a fin. Una vez ha acabado, vuelve a corregirla a mano y a reescribirla a máquina. Ya entrada la noche la relee por enésima vez. Es un cuento. Le gusta mucho. Tanto, que llora de alegría. Es feliz. Tal vez sea el mejor cuento que ha escrito nunca. Le parece casi perfecto. Casi, porque le falta el título. Cuando encuentre el título adecuado será un cuento inmejorable. Medita qué título ponerle. Se le ocurre uno. Lo escribe en una hoja, a ver qué le parece. No acaba de funcionar. Bien mirado, no funciona en absoluto. Lo tacha. Piensa otro. Cuando lo relee también lo tacha.

Todos los títulos que se le ocurren le destrozan el cuento: o son obvios o hacen caer la historia en un surrealismo que rompe la sencillez. O bien son insensateces que lo echan a perder. Por un momento piensa en ponerle Sin Título, pero eso lo estropea todavía más. Piensa también en la posibilidad de realmente no ponerle título, y dejar en blanco el espacio que se le reserva. Pero esta solución es la peor de todas: tal vez haya algún cuento que no necesite título, pero no es éste; éste necesita uno muy preciso: el título que, de cuento casi perfecto, lo convertiría en un cuento perfecto por completo: el mejor que haya escrito nunca.

Al amanecer se da por vencido: no hay ningún título suficientemente perfecto para ese cuento tan perfecto que ningún título es lo bastante bueno para él, lo cual impide que sea perfecto del todo. Resignado (y sabiendo que no puede hacer otra cosa), coge las hojas donde ha escrito el cuento, las rompe por la mitad y rompe cada una de esas mitades por la mitad; y así sucesivamente hasta hacerlo pedazos.


-Quim Monzó, del libro El porqué de las cosas-