sábado, 28 de febrero de 2009

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius

I

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.(nota 1) El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedía... Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región... Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el "onceno tomo" de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas "actuales" y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo -que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase "todos los aspectos" es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural "los pretéritos", porque supone otra operación imposible... Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.(nota 2) Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo (nota 3) ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese "razonamiento especioso" hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo -interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?(nota 4) Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <, Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno. En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres... También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto. Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandí, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -o produjeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado -los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo. Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro. Salto Oriental, 1940. Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a recordarlas. En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los "estudios herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:(nota 5) la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: "La obra no pactará con el impostor Jesucristo." Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas -más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo "que venía de la frontera". Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan...(nota 6) El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el "hallazgo". Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), "idioma primitivo" de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

Notas a pie de página:
1Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.
2Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que "recuerda" un pasado ilusorio.
3Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.
4En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el veniginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
5Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.
6Queda, naturalmente, el problema de la matesia de algunos objetos.



-Jorge Luis Borges, del libro Ficciones-

jueves, 26 de febrero de 2009

Precisión paleontológica

Los dinosaurios son seres fabulosos que comenzaron a poblar la tierra promediando el siglo diecinueve. Durante el siglo veinte, su variedad se diversificó. La justificación de su extinción, a consecuencia de la caída de un meteorito, es más reciente.



-Juan Romagnoli, del libro Dos veces bueno 3-

miércoles, 25 de febrero de 2009

Modelo

-Esto que voy a hacer, me duele más a mí que a vos -decía el Padre y se quitaba el cinto cada vez que quería propinarle una paliza correctora.
-Esto me duele más a mí que a vos -dice el Hijo, veinte años después, mientras sostiene la picana eléctrica ante los ojos aterrorizados del prisionero.



-Orlando Van Bredam, del libro La vida te cambia los planes-

martes, 24 de febrero de 2009

La perfecta señorita

Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.

-Gracias, lo he pasado maravillosamente -decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban.

Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en las partidas de «póquer loco» que tenían lugar en el garaje de algunos de los padres, o en las correrías sin destino por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la pandilla.

-No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos -les dijo a sus padres.

-Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros -dijo un niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea.

El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso, hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?

-Las niñas nacen mujeres -dijo Margot, la madre de Thea-. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.

-Pero eso no es tener carácter -dijo Ted-. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol.

Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica.

Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor.

-Lo que pasa es que ella no es una sinvergüenza -dijo Margot-. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola.

Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá. Pero Ted no se dio cuenta al principio de que Craig estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.

-¡Gusano! -respondió Craig inmediatamente.

Luego echó a correr, por si el chico lo perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir:

-¡Eres un mierda, igual que Thea!

No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y quedó impresionado.

-Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig? -le preguntó a su mujer.

-Oh, dan paseos. No sé -dijo Margot-. Supongo que Craig está enamorado de ella.

Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo de las provocativas y básicamente puritanas.

A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando papas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y luego se proponían destruirlo todo.

Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros del colegio presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos habían pensado pasar una tarde estupenda.

Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de papas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas.

Dos días más tarde, un jueves que era día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si lo hubiesen golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.

Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del colegio.

-Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido túnel -le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba difícil desmentirla.

Así que para Thea la edad de las pandillas -a su modo- terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le duraron más de cinco días.

Dejemos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas señoritas como Thea.




-Patricia Highsmith-

sábado, 21 de febrero de 2009

El perfil

Una tarde, en casa de un amigo, conocí a la señorita Teresa, joven de dieciocho años, de figura simpática y atrayente. Parecía muy tímida, y la expresión de su moreno y agraciado rostro y de sus pardos y rasgados ojos, sombreados por largas pestañas, era grave y melancólica.
A primera vista en su persona no se notaba nada extraordinario, pero después de algún tiempo, el más mediano observador podía advertir en ella algo extraño que llamaba poderosamente la atención. Sin que nada, al parecer, lo motivase, quedábase, de pronto, inmóvil y silenciosa, ensombrecido el rostro y la vaga mirada perdida en el vacío. Otras veces, un grito, un rumor cualquiera, la caída de un objeto en el suelo, bastaba para que, incorporándose bruscamente, mirase en torno con azoramiento, cual si un peligro desconocido le amenazase.

La impresión que estas raras actitudes dejaban en el ánimo del espectador, era que se estaba en presencia de alguien que había recibido una gran conmoción física o moral, cuyos efectos, perdurando todavía en su sistema nervioso, producían esas reacciones ya muy débiles y atenuadas por la acción sedante del tiempo.

Cuando comuniqué a mi amigo estas reflexiones me contestó:

-No te extrañe lo que has visto. Esta pobre niña recibió hace algunos meses un golpe terrible que perturbó su razón, la que ha ido recobrando poco a poco. Ahora está fuera de peligro. La causa que le produjo ese trastorno fue un crimen que se cometió el año pasado, y en el cual perdieron la vida los dueños de un pequeño negocio situado en las vecindades de S. Los asesinados, marido y mujer, eran los padres de esta muchacha, y ella escapó apenas de correr a misma suerte gracias a que pudo huir y ocultarse a tiempo

Tú que eres tan apasionado a las historias de bandidos, tienes aquí un caso interesantísimo, pero es indispensable que oigas el relato de boca de la misma protagonista, lo que me encargo conseguir de ella, pues ya no la impresiona como antes el recuerdo de ese suceso.

-Momentos después, la joven, accediendo a los ruegos de mi amigo, nos relataba en la siguiente forma su desgracia:

-...El modesto negocio que mis padres atendían y que les daba para vivir con cierta holgura, estaba situado en el cruce de dos caminos de gran tráfico y a cinco o seis cuadras de la población de S.

Ya una vez la casa había sido asaltada, contentándose los forajidos con robar y saquear, dejando al retirarse amarrados a los moradores. Yo, estaba entonces interna en un colegio de la ciudad, sólo vine a tener noticias del suceso un mes después,

Este acontecimiento obligó a mi padre a tomar algunas precauciones; hizo reforzar las puertas y ventanas y adquirió armas para defenderse. También procuró evitar que hubiese mucho dinero en casa. Apenas se reunía alguna suma, tomaba el tren e iba a depositarla a algún banco en la ciudad de F. De esta manera, ocultando el monto y giro de sus negocios, quería desvanecer la fama de hombre adinerado que la gente le atribuía.

Por fin, después de permanecer cuatro años en el colegio salí de él para acompañar y ayudar a mis padres en sus quehaceres y negocios. Nuestra vida era por demás sosegada y tranquila y no salíamos de casa sino los domingos, yo y mi madre, a oír misa en la Iglesia del pueblo. Rara vez recibíamos visitas, y cuando éstas llegaban eran casi siempre jóvenes de la localidad que, paseando a caballo por los alrededores, se detenían en nuestra casa para beber algún refresco. Uno de estos mozos pasó a ser un asiduo visitante. Se llamaba Luis, tenía veintitrés años y era primo de un regidor de la municipalidad. Mis padres, gentes sencillas, lo recibían muy bien, conquistados por su carácter afable y sus modales comedidos e insinuantes.

Su actitud para conmigo era discreta y respetuosa y, halagada por sus afecciones, recibía sus homenajes con vanidosa complacencia. Sin embargo, y a pesar del placer que a su lado sentía, creo que sólo experimentaba por él una sincera amistad. Tal vez influía su físico en ese resultado, pues, aunque muy blanco y rubio, afeábale el rostro, que parecía dividir en dos, una gran nariz encorvada y prominente, En sus conversaciones era muy ameno, salpicándolas con anécdotas y graciosas ocurrencias que nos hacían reír de buena gana. Nos hablaba a veces, también, de sus amigos, tres mozos de más o menos su edad que eran sus compañeros inseparables. Mas, como estos jóvenes, pertenecientes a familias acomodadas del pueblo, tenían fama de calaveras incorregibles, mis padres no los veían con agrado y lamentaban que un joven tan cumplido como Luis cultivase esas peligrosas amistades.

Cuando venía a vernos, lo recibíamos en el comedor que era la pieza más confortable de la casa. Estaba comunicada con el almacén por una mampara de vidrios, y en la pared opuesta abríase una ventana que daba al huerto. Mientras yo me ocupaba en tejer o bordar, él se sentaba en el alféizar de la ventana y, apoyando la espalda y la cabeza en el marco, iniciaba sus charlas en la forma ligera y agradable de siempre.

Un domingo, ya cerrada la noche, bajé a la cocina situada como a diez metros de la casa y frente a la pieza del comedor. Esa tarde, él nos había acompañado en la comida y, terminada ésta, había ido como de costumbre a sentarse en la ventana que permanecía abierta, pues la temperatura en esa época, a principios del verano, era muy suave y agradable. La luz de la lámpara, que colgaba del techo de la habitación, hacía destacarse en la blanca pared de la cocina el hueco iluminado de la ventana, recortándose en él, con gran relieve, la oscura silueta de nuestro amigo. Al verla, una idea súbita se apoderó de mí. Me aproximé a la muralla y con un pedazo de carbón y tracé el contorno de aquel perfil. En seguida, mostrándolo a su dueño, le dije, conteniendo apenas la risa:

-Luis, mire, ¿qué le parece el retrato que le acabo de hacer?

Él, después de examinar un instante aquella obra maestra, me contestó sonriente:

-Bonito, muy bonito, sólo la nariz le quedó un poquito larga.

-Pero, si la tiene así, presumido -exclamé lanzando una carcajada.

Un día, a mediados de octubre, mi padre nos comunicó su decisión de trasladarse a la ciudad, con el objeto de retirar del banco dos mil pesos que destinaba para cubrir el valor de un sitio que había comprado en el pueblo. Pensaba efectuar el viaje a la mañana siguiente, pues el vendedor acababa de avisarle que la respectiva escritura de compraventa estaba lista en la notaría, faltando sólo estampar las firmas para finiquitar el negocio.

Como lo había resuelto, el día señalado, después de recomendarnos el mayor sigilo sobre el motivo del viaje, mi padre partió hacia la estación para tomar el tren de las ocho de la mañana que debía conducirlo a la ciudad.

Esa misma tarde entre la una y las dos, llegó a casa nuestro amigo Luis y, mientras conversábamos en el comedor, ocupando él su sitio habitual en la ventana, me dijo de pronto:

-Divisé esta mañana a don Pedro en la estación, cuando tomaba el tren.

Hizo una pequeña pausa y agregó sonriendo:

-¿Quiere que adivine a lo que va?

Y sin darme tiempo para responder continuó:

-A buscar la plata para pagar el sitio, ¿no es cierto? Pero no se admire que lo sepa, porque ayer estuve en la notaría y vi la escritura lista para la firma. Además mi amigo Teodoro, el escribiente, me dijo que don José Manuel le había mandado un recado a don Pedro comunicándole esta circunstancia.

-Es verdad lo que dice, le contesté, pero, por favor, no se lo cuente a nadie, porque no se imagina Ud. el miedo que pasamos cuando hay dinero en casa. En fin, como mi padre regresa hoy, esa cantidad estará aquí sólo esta noche, pues mañana irá al pueblo a firmar la escritura y quedaremos libres de este compromiso.

-Comprendo -me observó- la inquietud de Uds.; pero don Pedro tendrá armas, estará prevenido.

Lo interrumpí para decirle:

-Después del robo que le hicieron hace dos años, tenía siempre una escopeta cargada a la cabecera de la cama y no se quitaba el revólver del bolsillo, pero ahora la escopeta está arrumbada en el desván y el revólver metido en un cajón de la cómoda. Creo que ni siquiera está cargado.

Él no me contestó. Parecía distraído y miraba hacia afuera por la ventana. De pronto, se puso de pie y se despidió diciendo:

-Me voy, ando cumpliendo unos encargos de mi primo, y sólo he pasado a saludarlas.

Por un instante quise comunicar a mi madre nuestra conversación, pero conociendo lo miedosa y aprensiva que era, decidí guardar silencio, pues estaba segura que no dormiría esa noche pensando en que tal vez otros, además de Luis, conocían el secreto descubierto por nuestro amigo.

Al anochecer llegó mi padre, y como la larga caminata desde la estación y sus trajines en la ciudad lo habían fatigado, apenas terminó la comida abandonó el comedor, diciendo que esa noche convenía cerrar el almacén más temprano que de costumbre.

Acababa yo de alzar el mantel y mientras daba desde la ventana algunas órdenes a Francisca, nuestra vieja cocinera, que las escuchaba en la puerta de la cocina, oí un terrible y angustioso grito de mi madre. Al volver la cabeza divisé, helada por el espanto, a través de la mampara, un grupo de hombres enmascarados que, después de cerrar y atrancar la puerta del almacén, abalanzándose adentro, saltaban el mostrador.

Sin darme cuenta, casi, de lo que hacía, me precipité por la ventana al huerto. Aunque la altura era mediana, la caída fue tan recia que, no pudiendo continuar la huida, sólo pude arrastrarme hasta unos cajones vacíos que se hallaban ahí cerca, arrimados a la pared, y entre los cuales me oculté lo mejor que pude.

Desde mi refugio sentí cómo asesinaban a mis padres. Sus lamentos, sus súplicas, sus gritos de agonía sonaban distintamente en mis oídos, enloqueciéndome de pavor. De pronto, todo quedó en silencio y tras un breve instante escuché el rumor de muebles rotos, de cajones que se abrían y objetos que rodaban por el suelo.

También vi reflejarse en la pared de la cocina, en el hueco iluminado de la ventana, algunas sombras que cruzaban rápidas. Pasaron algunos largos momentos que me parecieron siglos y, súbitamente, junto con un ruido de vasos y de botellas, percibí un apagado murmullo de voces que venía del comedor. Al mismo tiempo mis ojos, que no se apartaban de la mancha luminosa, vieron dibujarse en ella la silueta de un hombre que, sentado en el alféizar de la ventana, apoyando la espalda en el marco, alzaba en la mano un vaso en actitud de beber.

Experimenté algo así como una sacudida eléctrica, y aguardé con infinita angustia que la sombra reflejada en la pared cambiara de posición. Aunque el rostro miraba al interior de la estancia, pude ver que no tenía puesta la careta. Transcurrieron todavía algunos instantes y, luego, la cabeza, haciendo un leve movimiento giratorio, destacó su perfil en la blanca muralla con admirable limpieza y nitidez.

Estuve a punto de lanzar un grito: aquella silueta se adaptaba tan completamente a la que mi mano dibujara un mes atrás, que si alguien en ese instante hubiese repetido la oración, el contorno del nuevo perfil habría caído exactamente sobre el anterior.

Esta visión duró algunos segundos y se repitió dos o tres veces con el mismo resultado. Cada vez que la posición era favorable, el perfil delator se destacaba en la muralla y parecía decirme:

-Mírame bien, soy yo, tu amigo Luis, el narigudo.

Sí, ninguna duda podía caberme, eran él y sus amigos a quienes yo había facilitado, con mis ingenuas revelaciones, la ejecución de su nefando crimen.

Momentos después reinó en la casa un profundo silencio. Los asesinos se habían marchado. Cuando consideré que estaban bastante lejos, abandoné mi escondite y salí al campo por la puerta situada en el fondo del huerto. Gran trabajo nos costó, a mí y a Francisca, a quien encontré metida en una zanja en las inmediaciones, para que algunos vecinos nos acompañasen a ver lo que había sucedido en casa. Cuando entramos en ella lo primero que se presentó a nuestra vista, detrás del mostrador, fueron los cadáveres de mis padres que yacían en el suelo, cosidos a puñaladas y nadando en un mar de sangre.

Desde ese instante mis recuerdos son confusos, existiendo a partir de ahí, en mi memoria, una gran laguna.

He sabido más tarde que al día siguiente del asesinato, se presentó en casa el amigo Luis, inquiriendo de los presentes noticias del crimen y si tenían ya indicios acerca de sus autores. Al oír su voz, yo, que me encontraba en una habitación interior, apartando con brusquedad a las personas que me rodeaban, me precipité a su encuentro. Dicen que avancé hacia él en línea recta, mirándolo con fijeza y sin pronunciar una sola palabra.

Cuando estuve a dos pasos estiré el brazo y apuntándole al rostro con el dedo índice, prorrumpí en una estrepitosa e interminable carcajada. Él, según cuentan los que presenciaron la escena, se puso tan pálido como los muertos que se velaban en la pieza vecina. Y, en silencio, sin disimular su miedo, retrocedió seguido por mí hasta donde estaba su caballo, en el que montó precipitadamente, alejándose al galope por la carretera.

Todo el mundo atribuyó su actitud a la dolorosa impresión que le produjo mi repentina locura, pues la gente de la vecindad, viéndolo llegar tan a menudo a casa, había esparcido por todas partes el rumor de que Luis era mi novio.

Cuando la joven terminó su relación no pude menos que decirle:

-¿Y no ha denunciado Ud. ante la justicia a los asesinos?

Me miró con aire resignado y repuso con lentitud:

-¿Y quién me creería? ¿Quién haría caso de una pobre loca?




-Baldomero Lillo-

jueves, 19 de febrero de 2009

En una estación de ferrocarril

Séptimo día del sexto mes veintiséis de Meiji
Ayer un telegrama de Fukuoka anunció que un desesperado criminal capturado allí sería traído hoy a Kumamoto para su juicio, en el tren pasado el mediodía. Un policía de Kumamoto había ido a Fukuoka para hacerse cargo del prisionero.

Cuatro años antes un fuerte ladrón había ingresado a algunas casas por la noche en la Calle de los Luchadores, aterrorizando y atando a los ocupantes, llevándose una cantidad de cosas valiosas. Rastreado hábilmente por la policía, fue capturado dentro de las veinticuatro horas, aún antes de que pudiera disponer de su botín. Pero cuando fue llevado a la estación de policía rompió sus ataduras, le arrebató la espada a su captor, lo mató y escapó. No se había oído nada más de él hasta la semana pasada.

Entonces sucedió que un detective de Kumamoto, que se encontraba visitando la prisión de Fukuoka, vio entre los trabajadores una cara que había estado grabada durante cuatro años en su cerebro.

-¿Quién es ese hombre? -le preguntó al guardia.

-Un ladrón -fue la respuesta- registrado aquí como Kusabe.

El detective se acercó al prisionero y dijo:

-Tu nombre no es Kusabe. Nomura Teiichi, se te reclama en Kumamoto por asesinato.

El criminal confesó todo.

Fui con una gran horda de gente a ver la llegada a la estación. Esperaba escuchar y ver ira, temí aún que hubiera violencia. El oficial asesinado había sido muy querido; sus parientes ciertamente estarían entre los espectadores, y una multitud de Kumamoto no es muy amable. También pensé que encontraría muchos policías en servicio. Mis presentimientos estaban errados.

El tren se detuvo en la escena usual de prisa y ruido, corridas y traqueteo de pasajeros usando geta, griterío de niños queriendo vender periódicos japoneses y limonada de Kumamoto. Esperamos afuera de la barrera por aproximadamente cinco minutos. Luego, empujado a través de la puerta por un sargento de policía, apareció el prisionero... un hombre enorme, de apariencia salvaje, con la cabeza gacha y los brazos sujetados en la espalda. Ambos, prisionero y guardia, se detuvieron frente a la portezuela; y la gente se apretujó para ver, pero en silencio. Luego el oficial gritó:

-¡Sugihara-san! ¡Sugihara O-kibi! ¿Está ella presente?

Una pequeña mujer parada cerca de mí, con un niño en sus espaldas, respondió "Hai!" y avanzó a través de la prensa. Esta era la viuda del hombre asesinado; el niño que llevaba era su hijo. Ante una señal de la mano del oficial la multitud retrocedió, para dejar un espacio para el prisionero y su escolta. En ese espacio se paró la mujer con el niño enfrentándose al asesino. El silencio era mortal.

Luego el oficial habló, no a la mujer, sino únicamente al niño. Habló bajo, pero tan claramente que yo pude captar cada sílaba:

-Pequeño, este es el hombre que mató a tu padre hace cuatro años. Tú no habías nacido aún; estabas en el vientre de tu madre. Que no tengas ahora un padre que te ame es obra de este hombre. Míralo -aquí el oficial, poniendo una mano en la barbilla del prisionero, lo forzó duramente a levantar la vista- ¡míralo bien! No tengas miedo. Es doloroso; pero es tu deber. ¡Míralo!

Sobre la espalda de la madre el niño observó con los ojos muy abiertos, como con temor, luego empezó a sollozar: luego sobrevinieron lágrimas; pero firme y obedientemente miró, miró, miró derecho en la cara acobardada.

La multitud pareció haber dejado de respirar.

Vi que las facciones del prisionero se distorsionaban; lo vi caer súbitamente sobre sus rodillas a pesar de sus grilletes, y golpear duramente su rostro contra el polvo, gritando apasionadamente con remordimiento haciendo que el corazón de uno se sacudiera:

-¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdóname, pequeño! Lo que hice, no lo hice por odio; sino únicamente por el miedo loco, en mi deseo por escapar. He sido muy, muy malvado; ¡te he causado un mal abominable! Pero ahora por mi pecado voy a morir. ¡Deseo morir; me alegro de morir! Entonces, pequeño, ¡sé piadoso! ¡Perdóname!

El niño aún lloraba silenciosamente. El oficial levantó al tembloroso criminal: la multitud muda se dividió a izquierda y derecha para permitirles el paso. Entonces, bastante súbitamente, la multitud entera comenzó a sollozar. Y mientras el guardián bronceado pasaba, vi lo que nunca antes había visto -lo que pocos hombres han visto jamás- lo que probablemente nunca más vuelva a ver otra vez: las lágrimas de un policía japonés.

La multitud retrocedió, y me dejó asombrado sobre la extraña moralidad del espectáculo. Aquí había justicia inquebrantable aunque compasiva, forzando el reconocimiento de un crimen mediante el patético testimonio de su resultado más simple. Aquí había remordimiento desesperado, rogando únicamente por perdón antes de morir. Y aquí había un populacho -probablemente el más peligroso en el imperio cuando se enoja- comprendiéndolo todo, tocado por todos, satisfecho con la contrición y la vergüenza, y lleno, no con furia, sino solo con el gran pesar del pecado, a través de la simple y profunda experiencia de las dificultades de la vida y la debilidad de la naturaleza humana.

Pero el más significativo, porque es el más oriental, hecho del episodio fue que apelar al remordimiento había sido hecho a través del sentido de paternidad del criminal, aquel amor potencial por los niños que es una parte tan grande del alma de todo japonés.

Hay una historia de que el más famoso de los ladrones japoneses, Ishikawa Goemon, entrando una noche a una casa para matar y robar, fue encantado por la sonrisa de un bebé que extendía sus brazos hacia él, y que permaneció jugando con la pequeña criatura hasta que toda posibilidad de llevar a cabo su propósito se perdió.

Esta historia no es difícil de creer. Cada año los registros de la policía hablan de la compasión demostrada hacia los niños por profesionales criminales. Algunos meses atrás se reportó en los periódicos locales un terrible caso de asesinato, la masacre de una familia por ladrones. Siete personas fueron literalmente cortadas en pedazos mientras dormían, pero la policía descubrió un niño pequeño completamente intacto, llorando solo en un charco de sangre; y encontraron evidencia inconfundible de que los asesinos habían tenido gran cuidado en no herir al niño.


-Lafcadio Hearn-

martes, 17 de febrero de 2009

La pata de mono

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.


II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento... -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.


III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.



-W.W. Jacobs-

sábado, 14 de febrero de 2009

Día festivo

Me fui para huir de la fiesta, la fiesta odiosa y estrepitosa, la fiesta de petardos y banderas que rompe los tímpanos y hace polvo la vista.
Estar solo, completamente solo durante unos días, es una de las mejores cosas que sé hacer. No escuchar a nadie repetir las tonterías que sabemos desde hace tiempo, no ver ninguna cara conocida de la que adivinamos de antemano su pensamiento, con la simple expresión de sus ojos, cuyas palabras se adivinan, de la que esperamos su ánimo contrariado, es para el alma una especie de baño fresco y relajante, un baño de silencio, de aislamiento y de descanso.
¿Por qué decir a dónde iba? ¡Qué importa! Seguía a pie el borde de un río, y percibí a lo lejos los tres campanarios de una vieja iglesia en lo alto de un pueblecito al que llegaré dentro de poco. La hierba joven, brillante, la hierba de la primavera crecía sobre la pendiente orilla hasta el agua, y el agua se deslizaba viva y clara, sobre este lecho verde y reluciente, un agua alegre que parecía correr como un animal gozoso en una pradera.
De vez en cuando una estaca delgada y larga, inclinada hacia el río, señalaba un pescador de caña escondido tras un matorral.
¿Quiénes eran estos hombres a los que el deseo de coger al extremo de un hilo un animal gordo como una brizna de paja, mantenía días enteros, de la aurora al crepúsculo, bajo el sol o bajo la lluvia, acuclillados bajo un sauce, con el corazón palpitante, el alma agitada, la vista fija sobre un corcho?
¿Estos hombres? Entre ellos hay artistas, grandes artistas, obreros, burgueses, escritores, pintores, a los que una misma pasión, dominadora, irresistible, ata a los márgenes de los arroyos y de los ríos más sólidamente que el amor de un hombre une a los pasos de una mujer.
Olvidan todo, a todo el mundo, su casa, su familia, sus niños, sus negocios, sus preocupaciones, para mirar en los remolinos a ese pequeño flotador que se mueve.
Nunca la mirada ardiente de un enamorado ha buscado el secreto escondido en la mirada de su amada con más angustia y tenacidad que la mirada del pescador que busca adivinar qué animal ha mordido el anzuelo en la profundidad del agua.
¡Canten, pues, la pasión, oh poetas! ¡Hela aquí! ¡Oh, misterios del corazón humano, misterio insondable de las relaciones, misterio de los amores inexplicables, misterio de las aficiones sembradas en el ser humano por la incomprensible naturaleza, que los calarán para siempre!
¿Cómo es posible que hombres de inteligencia probada retornen durante toda su vida a pasar las jornadas, de la mañana a la noche, con toda su alma, con toda la fuerza de su esperanza, a desear coger del fondo del agua, con una punta de acero, un pececito, que puede que no lleguen a pescar nunca?
¡Canten, pues, la pasión, poetas!
Sobre una terraza que dominaba el río, una mujer acodada estaba pensando. ¿A dónde se dirigía su sueño? Hacia lo imposible, hacia la irrealizable esperanza, o hacia cualquier dicha vulgar ya consumada.
¿Hay algo más encantador que una mujer que sueña? Toda la poesía del mundo está allí, en lo desconocido de su pensamiento. Yo la miraba. Ella no me veía. ¿Estaba triste o feliz? ¿Pensaba en el pasado o bien en el porvenir? Las golondrinas sobre su cabeza describían bruscos tirabuzones o grandes y rápidas curvas.
¿Estaba feliz o triste? No lo pude adivinar.
Percibía cómo la ciudad y los campanarios de la iglesia iban creciendo. Distinguí pronto las banderas. Así que iba a encontrarme con la fiesta. ¡Mala suerte! Al menos en esta ciudad no conocía a nadie.
Dormí en un hotel. A la aurora me despertaron cañonazos. Con el pretexto de celebrar la libertad se perturba el sueño de la gente, cualquiera que sea su opinión. Dos chiquillos respondieron a la artillería oficial haciendo estallar unos petardos en la calle. Tuve que levantarme.
Salí. La ciudad estaba de fiesta ya. Los burgueses se acercaban a sus puertas y miraban las banderas con aspecto feliz. Reían, se habían levantado para la fiesta, ¡en fin!
¡El pueblo estaba de fiesta! ¿Por qué? ¿Lo sabía? No. Se le había comunicado que estaría de fiesta... estaba de fiesta este pueblo. Estaba contento, feliz. Hasta la noche permanecería así en estado de alegría, por orden de la autoridad, y mañana habría acabado todo.
¡Qué estupidez! ¡Estupidez! ¡Estupidez humana de innombrables rostros, de innombrables metamorfosis, de innombrables apariencias! ¡Por toda Francia se reunían con pólvora y banderas! ¿Por qué esta alegría nacional? ¿Para celebrar la consagración de la libertad el día mismo en que aparece, más amenazante que las tiranías imperiales o reales, la tiranía republicana?
Vagué por las calles hasta la hora en que el júbilo público llegó a ser insoportable. Los orfeones berreaban, los artificios crepitaban, la muchedumbre se agitaba, vociferaba. Y todas las risas expresaban la misma satisfacción estúpida.
Yo me encontré, por casualidad, delante de la iglesia cuyas dos torres había visto de lejos la víspera. Entré en ella. Estaba vacía, alta, fría, muerta. Al fondo del oscuro coro, brillaba, como un punto de oro, la lámpara del tabernáculo. Y me senté en ese descanso helado.
Fuera escuchaba, tan lejos que parecían venidos de otros mundos, las detonaciones de cohetes y los clamores de la multitud. Y me puse a observar una inmensa vidriera que difundía al templo adormecido un día cargado y cárdeno. Representaba también a un pueblo, el pueblo de otro siglo celebrando una fiesta en otro tiempo, la de un santo, seguramente. Los hombrecitos de cristal, extrañamente vestidos, subían en procesión a lo largo de la enorme y antigua ventana. Llevaban pendones, un relicario, cruces, cirios y sus bocas abiertas representaban cantos. Algunos bailaban, brazos y piernas alzados. Así que, en todas las épocas del mundo, la eterna muchedumbre llevó a cabo los mismos actos. En otros tiempos se festejaba a Dios, ¡hoy festejamos la República! ¡Estas son las creencias humanas!
Yo pensaba en miles de cosas oscuras del fondo del pensamiento que salen a la superficie, un día, no se sabe el porqué. Y me decía a mí mismo que las iglesias hacen el bien los días que no se canta en ellas.
Alguien entró con un paso rápido y ligero. Giré la cabeza. ¡Era una mujer! Iba deprisa, hasta la verja del coro, con velo, la frente baja, luego cayó sobre sus rodillas como cae un animal herido. Creía que estaba sola, completamente sola, no habiéndome visto detrás de un pilar. Colocó la cara entre sus manos y la escuché llorar.
¡Oh! ¡Lloraba con esas lágrimas vehementes de los grandes sufrimientos!¡Cómo debía de sufrir, la miserable, para llorar así! ¿Era por un niño agonizante? ¿Por un amor perdido?
Los sonidos de una charanga ruidosa, detonando en una calle próxima, me llegaban débiles a través de los muros de la iglesia; pero todo el ruido del pueblo jubiloso no me parecía más que un insignificante rumor al lado del débil sollozo que pasaba a través de los finos dedos de esta mujer.
¡Ah! ¡Pobre corazón, pobre corazón, cómo sentía yo su pena desconocida! ¿Hay algo más triste sobre la tierra que escuchar llorar a una mujer?
Yo me dije de pronto: “Era aquella, la que vi soñar ayer, sobre la terraza”. No dudé más, ¡era aquella! ¿Qué había ocurrido en esta alma desde ayer? ¿Cuánto había sufrido, qué raudal de dolor la había inundado?
Ayer, ella esperaba. ¿Qué? ¿Una carta? Una carta que le había dicho “adiós” ¡o bien había visto en los ojos de un hombre, postrado sobre la cama a causa de una enfermedad, que toda esperanza debía desaparecer! ¡Cómo lloraba! ¡Ah!, todos los gritos alegres y todas las risas que habré de escuchar hasta el día de mi muerte no borrarán nunca de mis oídos estos suspiros de dolor humano.
Y pensé, a punto de sollozar yo mismo, tan poderoso era el contagio de sus lágrimas: “Si se cierran para siempre las iglesias, ¿a dónde irán a llorar las mujeres?”



-Guy de Maupassant-

martes, 10 de febrero de 2009

Campeones

El taco hizo un último vaivén sobre el paño verde, picó al mingo y lo restalló contra la bola quince. Las manos rollizas, cetrinas, permanecieron quietas hasta que la bola hizo "clop" en la tronera y luego alzaron el taco hasta situarlo diagonalmente frente al rostro ácnido y fatuo: el ricito envaselinado estaba ordenadamente caído sobre la frente, la oreja atrapillaba el cigarrillo, la mirada era oblicua y burlona, y la pelusilla del bigote había sido acentuada a lápiz.
-¿Qui'ubo, men? -dijo la voz aguda-. Ése sí fue un tiro de campión, ¿eh?
Se echó a reír, entonces.
Su cuerpo chaparro, grasiento, se volvió una mota alegremente tembluzca dentro de los ceñidos mahones y la camiseta sudada.
Contemplaba a Gavilán -los ojos, demasiado vivos, no parecían tan vivos ya; la barba, de tres días, pretendía enmarañar el malhumor del rostro y no lo lograba; el cigarrillo, cenizoso, mantenía cerrados los labios, detrás de los cuales nadaban las palabrotas- y disfrutaba de la hazaña perpetrada.
Le había ganado dos mesas corridas. Cierto que Gavilán había estado seis meses en la cárcel, pero eso no importaba ahora. Lo que importaba era que había perdido dos mesas con él, a quien estas victorias colocaban en una posición privilegiada. Lo ponían sobre los demás, sobre los mejores jugadores del barrio y sobre los que le echaban en cara la inferioridad de sus dieciséis años -su "nenura"- en aquel ambiente. Nadie podría ahora despojarle de su lugar en Harlem. Era el nuevo, el sucesor de Gavilán y los demás individuos respetables. Era igual... No. Superior, por su juventud: tenía más tiempo y oportunidades para sobrepasar todas las hazañas de ellos.
Tenía ganas de salir a la calle y gritar: "¡Le gané dos mesas corridas a Gavilán! ¡Digan ahora! ¡Anden y digan ahora!" No lo hizo. Tan sólo entizó su taco y se dijo que no valía la pena. Hacía sol afuera, pero era sábado y los vecinos andarían por el mercado a esta hora de la mañana. No tendría más público que chiquillos mocosos y abuelas desinteresadas. Además, cierta humildad era buena característica de campeones.
Recogió la peseta que Gavilán tiraba sobre el paño y cambió una sonrisa ufana con el coime y los tres espectadores.
-Cobra lo tuyo -dijo al coime, deseando que algún espectador se moviera hacia las otras mesas para regar la noticia, para comentar cómo él, Puruco, aquel chiquillo demasiado gordo, el de la cara barrosa y la voz cómica, había puesto en ridículo al gran Gavilán. Pero, al parecer, estos tres esperaban otra prueba.
Guardó sus quince centavos y dijo a Gavilán, que se secaba su demasiado sudor de la cara:
-¡Vamos pa'la otra?
-Vamoh -dijo Gavilán, cogiendo de la taquera otro taco para entizarlo meticulosamente.
El coime desenganchó el triángulo e hizo la piña de la próxima tanda.
Rompió Puruco, dedicándose en seguida a silbar y a pasearse alrededor de la mesa elásticamente, casi en la punta de las tenis.
Gavilán se acercó al mingo con su pesadez característica y lo centró, pero no picó todavía. Simplemente alzó la cabeza, peludísima, dejando el cuerpo inclinado sobre el taco y el paño, para decir:
-Oye, déjame el pitito.
-Okey, men -dijo Puruco, y batuteó su taco hasta que oyó el tacazo de Gavilán y volvieron a correr y chasquear las bolas. Ninguna se entroneró.
-Ay, bendito -dijo Peruco-. Si lo tengo muerto a ehte hombre.
Picó hacia la uno, que se fue y dejó a la dos enfilada hacia la tronera izquierda. También la dos se fue. Él no podía dejar de sonreír hacia uno y otro rincón del salón. Parecía invitar a las arañas, a las moscas, a los boliteros dispersos entre la concurrencia de las demás mesas, a presenciar esto.
Estudió cuidadosamente la posición de cada bola. Quería ganar esta otra mesa también, aprovechar la reciente lectura del libro de Willie Hoppe y las prácticas de todos aquellos meses en que había recibido la burla de sus contrincantes. El año pasado no era más que una chata; ahora comenzaba la verdadera vida, la de campeón. Derrotado Gavilán, derrotaría a Mamerto y al Bimbo... "¡Ábranle paso a Puruco!", dirían los conocedores. Y él impresionaría a los dueños de billares, se haría de buenas conexiones. Sería guardaespaldas de algunos y amigo íntimo de otros. Tendría cigarrillos y cerveza gratis. Y mujeres, no chiquillas estúpidas que andaban siempre con miedo y que no iban más allá de algún apretujón en el cine. De ahí, a la fama: el macho del barrio, el individuo indispensable para cualquier asunto -la bolita, el tráfico de narcóticos, la hembra de Riverside Drive de paseo por el barrio, la pelea de esta pandilla con la otra para resolver "cosas de hombres".
Con un pujido, pifió la tres y maldijo. Gavilán estaba detrás de él cuando se dio vuelta.
-¡Cuidado con echarme fufú! -dijo, encrespándose.
Y Gavilán:
-Ay, deja eso.
-No; no me vengah con eso, men. A cuenta que estah perdiendo.
Gavilán no respondió. Centró al mingo a través del humo que le arrugaba las facciones y lo disparó para entronerar dos bolas en bandas contrarias.
-¿Lo ve? -dijo Puruco, y cruzó los dedos para salvaguardarse.
-¡Cállate la boca!
Gavilán tiró a banda, tratando de meter la cinco, pero falló. Puruco estudió la posición de su bola y se decidió por la tronera más lejana, pero más segura. Mientras centraba, se dio cuenta de que tendría que descruzar los dedos. Miró a Gavilán con suspicacia y cruzó las dos piernas para picar. Falló el tiro.
Cuando alzó la vista, Gavilán sonreía y se chupaba la encía superior para escupir su piorrea. Ya no dudó de que era víctima de un hechizo.
-No relajeh, men. Juega limpio.
Gavilán lo miró extrañado, pisando el cigarrillo distraídamente.
-¿Qué te pasa a ti?
-No -dijo Puruco-; que no sigah con ese bilongo.
-¡Adió! -rió Gavilán-. Si éhte cree en brujoh.
Llevó el taco atrás de su cintura, amagó una vez y entroneró fácilmente. Volvió a entronerar en la próxima. Y en la otra. Puruco se puso nervioso. O Gavilán estaba recobrando su destreza, o aquel bilongo le empujaba el taco. Si no sacaba más ventaja, Gavilán ganaría esta mesa. Entizó su taco, tocó madera tres veces y aguardó turno. Gavilán falló su quinto tiro. Entonces Puruco midió distancia. Picó, metiendo la ocho. Hizo una combinación para entronerar la once con la nueve. La nueve se fue luego. Caramboleó la doce a la tronera y falló luego la diez. Gavilán también la falló. Por fin logró Puruco meterla, pero para la trece casi rasga el paño. Sumó mentalmente. No le faltaban más que ocho tantos, de manera que podía calmarse.
Pasó el cigarrillo de la oreja a los labios. Cuando lo encendía, de espaldas a la mesa para que el abanico no apagara el fósforo, vio la sonrisa socarrona del coime. Se volvió rápidamente y cogió a Gavilán in fraganti: los pies levantados del piso, mientras el cuerpo se ladeaba sobre la banda para hacer fácil el tiro. Antes de que pudiera hablar, Gavilán había entronerado la bola.
-¡Oye, men!
-¿Qué pasa? -dijo Gavilán tranquilamente, ojeando el otro tiro.
-¡No me vengah con eso, chico! Así no me ganah.
Gavilán arqueó una ceja para mirarlo, y aguzó el hocico mordiendo el interior de la boca.
-¿Qué te duele? -dijo.
-No, que así no -abrió los brazos Puruco, casi dándole al coime con el taco. Tiró el cigarrillo violentamente y dijo a los espectadores-: Uhtedeh lo han vihto, ¿veldá?
-¿Vihto qué? -dijo, inmutable, Gavilán.
-Na, la puercá esa -chillaba Puruco-. ¿Tú te creh que yo soy bobo?
-Adioh, cará -rió Gavilán-. No me pretgunteh a mí, porque a lo mejol te lo digo.
Puruco dio con el taco sobre una banda de la mesa.
-A mí me tieneh que jugar limpio. No te conformah con hacerme cábala primero, sino que dehpueh te meteh hacer trampa.
-¿Quién hizo trampa? -dijo Gavilán. Dejó el taco sobre la mesa y se acercó, sonriendo, a Puruco-. ¿Tú diceh que yo soy tramposo?
-No -dijo Puruco, cambiando de tono, aniñando la voz, vacilando sobre sus pies-. Pero eh qui así no se debe jugar, men. Si ti han vihto.
Gavilán se viró hacia los otros.
-¿Yo he hecho trampa?
Sólo el coime sacudió la cabeza. Los demás no dijeron nada, cambiaron de vista.
-Pero si ehtabah encaramao en la mesa, men -dijo Puruco.
Gavilán le empuñó la camiseta como sin querer, desnudándole la espalda fofa cuando lo atrajo hacia él.
-A mí nadie me llama tramposo.
En todas las otras mesas se había detenido el juego. Los demás observaban desde lejos. No se oía más que el zumbido del abanico y de las moscas, y la gritería de los chiquillos en la calle.
-¿Tú te creeh qui un pilemielda como tú me va llamar a mí tramposo? -dijo Gavilán, forzando sobre el pecho de Puruco el puño que desgarraba la camiseta-. Te dejo ganar doh mesitah pa que tengas de qué echártelah, y ya te creeh rey. Echa p'allá, infelih -dijo entre dientes-. Cuando crehcas noh vemo.
El empujón lanzó a Puruco contra la pared de yeso, donde su espalda se estrelló de plano. El estampido llenó de huecos el silencio. Alguien rió, jijeando. Alguien dijo: "Fanfarrón que es".
-Y lárgate di aquí anteh que te meta tremenda patá -dijo Gavilán.
-Okey, men -tartajeó Puruco, dejando caer el taco.
Salió sin atreverse a alzar la vista, oyendo de nuevo tacazos en las mesas, risitas. En la calle tuvo ganas de llorar, pero se resistió. Eso era de mujercitas. No le dolía el golpe recibido; más le dolía lo otro: aquel "cuando crehcas noh vemo". Él era un hombre ya. Si le golpeaban, si lo mataban, que lo hicieran olvidándose de sus dieciséis años. Era un hombre ya. Podía hacer daño, mucho daño, y también podía sobrevivir a él.
Cruzó a la otra acera pateando furiosamente una lata de cerveza, las manos pellizcando, desde dentro de los bolsillos, su cuerpo clavado a la cruz de la adolescencia.
Le había dejado ganar dos mesas, decía Gavilán. Embuste. Sabía que las perdería todas con él, de ahora en adelante, con el nuevo campeón. Por eso la brujería, por eso la trampa, por eso el golpe. Ah, pero aquellos tres individuos regarían la noticia de la caída de Gavilán. Después Mamerto y el Bimbo. Nadie podía detenerle ahora. El barrio, el mundo entero, iba a ser suyo.
Cuando el aro del barril se le enredó entre las piernas, lo pateó a un lado. Le dio un manotazo al chiquillo que venía a recogerlo.
-Cuidao, men, que te parto un ojo -dijo, iracundo.
Y siguió andando, sin preocuparse de la madre que le maldecía y corría hacia el chiquillo lloroso. Con los labios apretados, respiraba hondo. A su paso, veía caer serpentinas y llover vítores de las ventanas desiertas y cerradas.
Era un campeón. Iba alerta sólo al daño.



-Pedro Juan Soto-