martes, 30 de diciembre de 2008

Llamada

El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta...



-Fredric Brown, del libro Grandes minicuentos fantásticos-

sábado, 27 de diciembre de 2008

El miedo

Nadie anda detrás de mí, pero corre. Nadie que ahora se abalanza.




-Hernán Lavín Cerda, del libro El que a hierro mata-

jueves, 25 de diciembre de 2008

El futuro

El futuro es un enigma, pero ¿para qué están los augurios?. Los antiguos vaticinaban por el vuelo de las aves y de este modo llegaban a saber lo que les esperaba. Incluso yo mismo puedo vaticinar mi futuro.
Fui al parque, donde pájaros no faltan. Algunos volaban, otros estaban posados en los árboles, otros merodeaban por el césped. A mi me interesaban sólo los voladores.
Alcé la cabeza y empecé a observarlos. No llevaba esperando mucho cuando sentí en la calva un ¡plaf! y mi futuro se me hizo simbólicamente claro.
He averiguado una sola cosa acerca del futuro: no vaticinar nunca por el vuelo de las aves sin un buen sombrero.



-Slawomir Mrozek-

martes, 23 de diciembre de 2008

Asomo de duda

He comentado que quiero suicidarme. Amigos y familiares me han dicho que me lo piense. ¡Qué sería de ellos sin mí!


-Julián Sánchez Caramazana, del libro Venidos del miedo-

sábado, 20 de diciembre de 2008

La papelera

Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de ellas con aspecto de mendigo, meter la mano en la papelera que estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas las mañanas dejaba mi coche.
Era un suceso trivial que me creaba cierta animadversión, porque es difícil sustraerse a la penosa imagen de ese vicio de urracas, sobre todo si se piensa en las sucias sorpresas que la papelera podía albergar.

Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía era algo inconcebible, pero aquella mañana, tras la tremenda discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era la causa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y al caminar hacia mi oficina la papelera me atrajo como un imán absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún observador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe decisión con que se lo había visto hacer a aquellos penosos rastreadores que me habían precedido.

Decir que así cambió mi vida es probablemente una exageración, porque la vida es algo más que la materia que la sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para sobrellevarla. La vida es, antes que nada y en mi modesta opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de lo que tenemos.

Pero si debo confesar que muchas cosas de mi existencia tomaron otro derrotero.

Me convertí en un solvente empresario, me separé de mi mujer y contraje matrimonio con una jovencita encantadora, me compré una preciosa finca y hasta un yate, que era un capricho que siempre me había obsesionado y, sobre todo, me hice un transplante capilar en la mejor clínica suiza y eliminé de por vida mi horrible complejo de calvo, adquirido en la temprana juventud.

El billete de lotería que extraje de la papelera estaba sucio y arrugado, como si alguien hubiese vomitado sobre él, pero supe contenerme y no hacer ascos a la fortuna que me aguardaba en el inmediato sorteo navideño.

 

-Luis Mateo Díaz, del libro El árbol de los cuentos-

jueves, 18 de diciembre de 2008

Teatro de títeres

El horror se abatió sobre Cherrybell poco después del mediodía de un día de agosto sumamente caluroso.
Quizá sea una redundancia; cualquier día de agosto en Cherrybell, Arizona, es sumamente caluroso. Se encuentra junto a la carretera 89, a unos sesenta kilómetros al sur de Tucson y cuarenta y cinco kilómetros al norte de la frontera mexicana. Se compone de dos gasolineras, una a cada lado de la carretera para abastecer a los viajeros que van en ambas direcciones, una tienda de artículos diversos, una taberna que sólo tiene licencia para vender cerveza y vino, un atrayente establecimiento para los turistas que no pueden esperar a haber cruzado la frontera para empezar a comprar sarapes y huaraches, un desierto puesto de hamburguesas, y una cuantas casas de adobe habitadas por americano—mexicanos que trabajan en Nogales, la ciudad fronteriza enclavada un poco más al sur, y que, por Dios sabe qué razón, prefieren vivir en Cherrybell y viajar, algunos de ellos, en «Fords», modelo T. El letrero de la carretera dice, «Cherrybell, Pop. 42», pero el letrero exagera; Pop falleció el año pasado —Pop Anders, que regentaba el ahora desierto puesto de hamburguesas —y el número correcto es el 41.
El horror llegó a Cherrybell montado en un burro que guiaba un anciano y sucio prospector de barba gris que después —al principio nadie se molestó en preguntarle su nombre —afirmó llamarse Dade Grant. El nombre del horror era Garth. Debía de medir unos dos metros setenta de estatura, pero era un hombre tan delgado que no podía pesar más de cuarenta y cinco kilos. El burro del viejo Dade le llevaba fácilmente, a pesar del hecho de que sus pies arrastraron por el suelo a ambos lados. Le había arrastrado sobre la arena del desierto, pues, como después se descubrió, más de ocho kilómetros no habían causado el menor desperfecto en los zapatos, más parecidos a botas altas, que constituían todo lo que llevaba a excepción de unos calzones muy anchos de color azul verdoso. Pero no eran sus dimensiones lo que le confería un aspecto tan repulsivo; era su piel. Parecía roja, y en carne viva. Parecía que le hubieran despellejado vivo, quitando toda su piel y colocándola al revés. Su cabeza, su cara, eran igualmente estrechas y alargadas; a no ser por eso habría parecido humano... o, por lo menos, humanoide. A menos que se tomaran en cuenta otros detalles, como el hecho de que tenía el pelo del mismo color azul verdoso que los calzones, así como los ojos y las botas. Rojo sangre y azul claro.
Casey, propietario de la taberna, fue el primero en verlos acercarse por la llanura, procedentes de la cordillera que se alzaba al este. Había salido a la puerta trasera de la taberna para respirar un poco de aire fresco, que en realidad era caliente. En aquel momento estaban a unos cien metros de distancia y, no obstante, pudo ver el insólito aspecto de la figura montada en el burro. Lo que era insólito aspecto a esa distancia, se convirtió en horror cuando estuvieron más cerca. Casey abrió la boca y no la cerró hasta que el extraño trío se encontró a unos cincuenta metros de él, momento en que empezó a andar lentamente hacia ellos. Hay personas que echan a correr al divisar lo desconocido y otras que salen a su encuentro. Casey salió a su encuentro, aunque muy lentamente.
Todavía en campo abierto, a unos veinte metros de la fachada posterior de la pequeña taberna, Casey llegó a su altura. Dade Grant se detuvo y soltó la cuerda con la que arrastraba al burro. El burro se detuvo también y bajó la cabeza. El hombre que parecía una estaca se levantó con sólo plantar sólidamente los pies, a horcajadas del burro. Pasó una pierna por encima del animal y se mantuvo un momento en pie, apoyando su peso sobre las manos que tenía colocadas encima del burro, para sentarse en la arena casi en seguida.
—Es la gravedad de este planeta —dijo —. No puedo resistirla mucho rato.
—¿Puede darme agua para el burro? —preguntó el prospector a Casey —. A estas alturas, ya debe de estar sediento. He tenido que dejar las cantimploras, y otras cosas, para que pudiera llevar a... —Señaló con un dedo al horror azul y rojo.
Casey estaba empezando a darse cuenta de que era un horror. De lejos la combinación de colores parecía algo extravagante, pero de cerca... la piel era áspera y daba la impresión de tener venas en la parte exterior; también parecía mojada, aunque no lo estaba, y que el diablo le llevara si no hacía el efecto de que le hubieran despellejado, y nada más. Casey jamás había visto nada similar y confiaba en no volver a ver algo así en el resto de su vida.
Casey intuyó una presencia a su espalda, y miró por encima del hombro. Otros lo habían visto y se acercaban, pero los que estaban más cerca, un par de muchachos, se encontraban a diez metros de él.
—Muchachos —llamó —. Agua para el burro. Un cubo. Pronto.
Volvió la cabeza y dijo:
—¿Qué...? ¿Quién...?
—Me llamo Dade Grant —dijo el prospector, alargando una mano, que Casey estrechó inconscientemente. Cuando la soltó, la rata del desierto señaló con el pulgar la criatura sentada sobre la arena —. Su nombre es Garth, según él mismo dice. Es un extra no sé qué, y también una especie de ministro.
Casey hizo una inclinación de cabeza al hombre—estaca y se alegró de recibir otra inclinación como respuesta en vez de una mano extendida.
—Yo soy Manuel Casey —dijo —. ¿A qué se refiere con eso de un extra no sé que?
La voz del hombre—estaca se reveló inesperadamente profunda y vibrante.
—Soy un extraterrestre, y ministro plenipotenciario.
Por muy raro que parezca, Casey era un hombre de cierta cultura y conocía el significado de ambas frases; probablemente era la única persona de Cherrybell que conocía el de la segunda. Menos raro, considerando el aspecto de su interlocutor, fue que creyera ambas cosas.
—¿En qué puedo servirle, señor? —inquirió —. Pero primero, ¿por qué no entra para resguardarse del sol?
—No, gracias. Aquí hace más fresco de lo que me dijeron, pero no estoy mal. Esto equivale a uno noche fresca de primavera en mi planeta. Y, en cuanto a lo que usted puede servirme, haga el favor de notificar mi presencia a sus autoridades. Creo que les interesará.
Bueno, pensó Casey, la suerte le había hecho tropezar con el hombre más idóneo en un radio de treinta kilómetros como mínimo. Manuel Casey era medio irlandés y medio mexicano. Tenía un hermanastro que era medio irlandés y medio americano, y el hermanastro era coronel del ejército en la base de las fuerzas aéreas Davis—Montan de Tucson. Dijo:
—Espere un minuto, señor Garth; voy a telefonear. Usted, señor Grant, ¿tampoco quiere entrar?
—No, el sol no me molesta. Me paso todo el santo día debajo de él. Y este Garth me pidió que me quedara pegado a él hasta que hubiera hecho lo que tenía que hacer aquí. Dice que me va a dar una cosa muy valiosa si lo hago. Un... no sé que electrónico.
—Un indicador de minerales electrónico y portátil, alimentado por baterías —dijo Garth —. Un sencillo aparato que indica la presencia de una concentración de mineral hasta a cinco kilómetros de distancia, así como la clase, el grado, la cantidad y la profundidad.
Casey tragó saliva, se disculpó y se abrió paso entre la creciente multitud hasta llegar a su taberna. Al cabo de un minuto tenía al coronel Casey al otro extremo de la línea, pero necesitó otros cuatro minutos para convencer al coronel de que no estaba borracho ni le estaba gastando una broma.
Treinta y cinco minutos después se oyó un ruido en el cielo, un ruido que aumentó y finalmente cesó cuando el helicóptero ocupado por cuatro hombre se posó en el suelo y sus hélices se detuvieron a unos doce metros de un extraterrestre, dos hombres y un burro. Sólo Casey se había atrevido a reunirse con el trío procedente del desierto; había otros espectadores, pero éstos continuaban ligeramente apartados.
El coronel Casey, un mayor, un capitán y un teniente, que era el piloto del helicóptero, salieron del aparato y se dirigieron hacia ellos. El hombre—estaca se levantó, alzando sus dos metros setenta de estatura; por el esfuerzo que le costaba mantenerse en pie se veía que estaba acostumbrado a una gravedad mucho más ligera que la de la Tierra. Se inclinó, y repitió su nombre e identificación como extraterrestre y ministro plenipotenciario. Después se disculpó por volver a sentarse, explicó por qué era necesario, y se sentó.
El coronel se presentó a sí mismo y a los tres que le habían acompañado.
—Y ahora, señor, ¿en qué podemos servirle?
El hombre—estaca hizo una mueca que probablemente quería ser una sonrisa. Tenía los dientes del mismo color azul claro que el pelo y los ojos.
—Ustedes tienen una frase hecha que dice «lléveme junto a su superior». Yo no pido tanto. En realidad, debo quedarme aquí. Tampoco pido que sus superiores vengan a verme. Eso sería muy descortés. Estoy dispuesto a que ustedes les representen, a hablar con ustedes y a que ustedes me interroguen. Pero quiero pedirles una cosa.
»Ustedes tienen cintas magnetofónica. Me gustaría que, antes de empezar a hablar o responder preguntas, trajeran una. Quiero estar seguro de que el mensaje que reciban sus superiores sea completo y exacto.
—Muy bien —dijo el coronel. Se volvió al piloto —. Teniente, pida una cinta magnetofónica por la radio del helicóptero y diga que nos la envíen lo más rápidamente posible. Pueden lanzarla en paracaídas... No, eso tardaría más, pues tendrían que embalarla para la caída. Que la envíen con otro helicóptero. —El teniente se dispuso a marcharse —. Escuche —añadió el coronel —. Pida también cinco metros de cable. Tendremos que enchufarlo en la taberna de Manny.
El teniente echó a correr hacia el helicóptero.
Los demás se sentaron y sudaron un momento, y después Manuel Casey se levantó.
—Tendremos que esperar una media hora —dijo —y, si vamos a estar sentados al sol, ¿a quién le apetece una botella de cerveza fría? ¿A usted señor Garth?
—Es una bebida fría, ¿verdad? Yo no tengo nada de calor. Si tuviera algo caliente...
—Un café, marchando. ¿Quiere que le traiga una manta?
—No, gracias. No será necesario.
Casey dio media vuelta y no tardó en regresar con una bandeja en la que había media docena de botellas de cerveza fría y una taza de humeante café. El teniente ya había vuelto. Casey dejó la bandeja en el suelo y sirvió al hombre—estaca en primer lugar, el cual tomó un sorbo de café y dijo:
—Está delicioso.
El coronel Casey se aclaró la garganta.
—Ahora sirve a nuestro amigo prospector, Manny. En cuanto a nosotros... Bueno, tenemos prohibido beber cuando estamos de servicio, pero la temperatura era de cuarenta y dos grados a la sombra en Tucson, y aquí hace más calor, aparte de que no estamos a la sombra. Caballeros, considérense de permiso oficial hasta que terminen de beber la cerveza, o hasta que llegue la grabadora, si es que la recibimos antes.
La cerveza se terminó primero, pero cuando la última de ellas había desaparecido, el segundo helicóptero se dejó ver y oír encima del grupo. Casey pregunto al hombre—estaca si quería más café. La oferta fue cortésmente declinada. Casey miró a Dade Grant y éste le guiñó un ojo, así que Casey fue a buscar otras dos botellas, una para cada uno de los terrícolas civiles. Al volver encontró al teniente que iba hacia la taberna con el cable y retrocedió hasta el umbral para mostrarle dónde tenía que enchufarlo.
Cuando se reunió con los demás, vio que el helicóptero había llevado a una dotación completa de cuatro hombres, aparte de la grabadora. Además del piloto, había un sargento que estaba familiarizado con el manejo de la cinta magnetofónica y que en ese momento hacía los ajustes necesarios, un teniente coronel y un suboficial que les habían acompañado por si acaso se le requería durante el vuelo, o porque la solicitud de que enviaran rápidamente una grabadora a Cherrybell, Arizona, por vía aérea, había suscitado la natural curiosidad. Todos rodeaban boquiabiertos, al hombre—estaca y hablaban en voz baja.
El coronel dijo:
—Atención. —Esta única palabra hizo que cesaran todas las conversaciones y reinara un silencio absoluto —. Hagan el favor de sentarse, caballeros. En círculo. Sargento, si colocamos el micrófono en el centro del círculo, ¿grabará claramente lo que cualquiera de nosotros pueda decir?
—Sí, señor. Ya casi he terminado.
Diez hombres y un humanoide extraterrestre se sentaron en círculo, con el micrófono colgado de un pequeño trípode en el centro aproximado. Los humanos sudaban copiosamente, el humanoide se estremecía ligeramente. Fuera del círculo, el burro permanecía inmóvil, con la cabeza baja. Un poco más cerca, pero todavía a cinco metros de distancia, diseminada ahora en un semicírculo, se encontraba toda la población de Cherrybell, que a esta hora habría estado en su casa en un día normal; las tiendas y las gasolineras se hallaban desiertas.
El sargento apretó un botón y la bobina de la grabadora empezó a girar.
—Probando..., probando —dijo. Apretó un segundo el botón de rebobinado y después volvió a apretar el botón de puesta en marcha —. Probando...
El sargento apretó el botón de rebobinado, y el borrador para limpiar la cinta. Después. El botón de parada.
—Cuando apriete el próximo botón, señor —dijo al coronel —, estaremos grabando.
El coronel miró al alto extraterrestre, que le hizo un signo de asentimiento con la cabeza, y entonces el coronel miró al sargento. Este apretó el botón de grabación.
—Me llamo Garth —dijo el hombre—estaca, lenta y claramente —. Procedo de un planeta de una estrella que no consta en sus catálogos estelares, aunque si conocen la concentración globular de la cual es una de las noventa mil estrellas. Desde aquí, en dirección al centro de la galaxia, está a algo más de cuatro mil años luz.
»Sin embargo, no he venido aquí como representante de mi planeta o mi pueblo, sino como ministro plenipotenciario de la Unión Galáctica, una federación de las civilizaciones ilustradas de la galaxia, por el bien de todos. Mi misión consiste en visitarlos y decidir, aquí y ahora, si serán autorizados a formar parte de nuestra federación.
»Ahora pueden hacerme todas las preguntas que deseen. Sin embargo, me reservo el derecho de posponer la respuesta a algunas de ellas hasta que haya tomado una decisión. Si la decisión es favorable, contestaré a todas las preguntas, incluidas aquellas cuya respuesta he diferido. ¿Les parece bien?
—Sí —dijo el coronel —. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿En una nave espacial?
—Efectivamente. Ahora la tenemos justo encima de nosotros, en órbita a treinta y cinco mil kilómetros, de modo que gira con la Tierra y permanece sobre este mismo punto. Me tienen sometido a observación desde ella, y ésta es una de las razones por las que prefiero quedarme al aire libre. Debo hacerles una señal cuando quiera que bajen a recogerme.
—¿A qué se debe que hable tan correctamente nuestro idioma? ¿Acaso está dotado de telepatía?
—No, no lo estoy. En ningún lugar de la galaxia hay ninguna raza telépata, excepto entre sus mismos miembros. Me enseñaron su idioma con este propósito. Hace muchos siglos que nosotros tenemos observadores entre ustedes... Al decir «nosotros» me refiero a la Unión Galáctica, naturalmente. Es evidente que yo no podría hacerme pasar por un terrícola, pero hay otras razas que pueden. Por cierto, ellos no son espías, ni agentes; no han tratado de influirles en ningún aspecto; son observadores y nada más.
—¿Cómo nos beneficiaremos si entramos a formar parte de su Unión, en el caso de que nos lo pidan y nos acepten? —preguntó el coronel.
—En primer lugar, recibirán un cursillo sobre las ciencias sociales fundamentales que pondrá fin a su tendencia a luchar unos contra otros y pondrá fin o, por lo menos, controlará sus agresiones. Cuando veamos que lo hayan logrado y resulte seguro para ustedes, les enseñaremos a viajar por el espacio y muchas otras cosas, tan rápidamente como ustedes vayan asimilándolas.
—¿Y si no nos lo piden o rehúsan?
—Nada. Les dejaremos en paz; incluso retiraremos a nuestros observadores. Ustedes mismos labrarán su propio destino... o convertirán su planeta en un lugar deshabitado e inhabitable en el plazo de un siglo, o dominarán por sí mismos las ciencias sociales, siendo nuevamente candidatos a formar parte de la Unión. Nosotros les vigilaremos de vez en cuando, y cuando nos parezca que no van a destruirse entre sí, haremos un nuevo acercamiento.
—¿Por qué estas prisas, ahora que está usted aquí? ¿Por qué no pueden quedarse el tiempo suficiente para que nuestros superiores, como usted les llama, hablen con usted en persona?
—Pregunta diferida. La razón no es importante, pero sí complicada, y no quiero perder el tiempo explicándola.
—Suponiendo que su decisión sea favorable ¿cómo nos comunicaremos con usted para hacerle saber la nuestra? Es evidente que ya sabe lo suficiente de nosotros como para comprender que yo no puedo tomarla.
—Nos enteraremos de su decisión por nuestros observadores. Una condición, en el caso de que acepten, es que publiquen esta entrevista completa en los periódicos, tal como quedará grabada en esta cinta. También deben publicar todas las deliberaciones y decisiones de su gobierno.
—¿Qué hay de los demás gobiernos? Nosotros no podemos decidir unilateralmente por todo el mundo.
—Hemos escogido a su gobierno para empezar. Si ustedes aceptan, nosotros les proporcionaremos las técnicas que empujarán a los demás a seguir rápidamente su ejemplo... y esas técnicas no implican la fuerza ni la amenaza de la fuerza.
—Deben de ser unas técnicas extraordinarias —dijo irónicamente el coronel —si empujan a seguir rápidamente nuestro ejemplo a un país que no quiero nombrar, sin que medie ninguna amenaza.
—A veces, ofrecer una recompensa es más efectivo que recurrir a la amenaza. ¿Cree que el país que no desea nombrar se alegraría de ver que ustedes colonizan planetas de estrellas lejanas antes de que ellos pudieran llegar a Marte? Pero éste es un punto relativamente secundario. Pueden ustedes confiar en esas técnicas.
—Parece demasiado bonito para ser verdad. Pero usted ha dicho que debe decidir, aquí y ahora, si nos invitan a formar parte de su organización o no. ¿Puedo preguntarle en qué factores basará su decisión?
—Uno de ellos es que debo —debía, puesto que ya lo he hecho —comprobar su grado de xenofobia. En el sentido que ustedes dan a la palabra, significa temor a los extranjeros. Nosotros tenemos una palabra que no posee un equivalente en su vocabulario: significa temor y repugnancia a los extraños. Yo —o por lo menos, un miembro de mi raza —fui escogido para realizar el primer contacto abierto con ustedes. Como soy lo que aquí llaman humanoide —igual que ustedes son lo que yo llamaría humanoide —, probablemente les parezco más horrible y más repulsivo que un miembro de otra especie completamente distinta. Como para ustedes soy una caricatura del ser humano, les parezco más horrible que un ser sin semejanza alguna con ustedes.
»Quizá crean que realmente sienten horror por mí, así como repugnancia, pero créanme si les digo que han superado la prueba. En la galaxia hay razas que jamás podrán ser miembros de la federación, por mucho que avancen ellos mismos, porque tienen una violenta e incurable xenofobia; no podrían hablar cara a cara con un ser extraño de otra especie. Se escaparían de él a todo correr o tratarían de matarle instantáneamente. Tras estudiarles a ustedes y a esa gente —agitó un largo brazo en dirección a los habitantes civiles de Cherrybell que se hallaban no lejos del círculo de la conferencia —, me doy cuenta de que experimentan una cierta repugnancia ante mi aspecto, pero deben creerme si les digo que es relativamente escasa y se puede curar. Han pasado satisfactoriamente esta prueba.
—¿Acaso hay otras?
—Una más. Pero creo que ya es hora de que... —En vez de terminar la frase, el hombre—estaca se tendió en la arena y cerró los ojos.
El coronel se puso en pie de un salto.
—¿Qué demonios sucede? —dijo. Rodeó apresuradamente el trípode del micrófono y se inclinó sobre el extraterrestre, acercando una oreja a su pecho de repugnante aspecto.
Mientras levantaba la cabeza, Dade Grant, el prospector de barba grisácea, dejó escapar una risita ahogada.
—No hay latido cardíaco, coronel, porque no hay corazón. Pero se lo dejaré como recuerdo y en su interior encontrarán cosas mucho más interesentes que un corazón o intestinos. Sí, es una marioneta que yo he estado manejando, tal como su Edgar Bergen maneja la suya... ¿cómo se llama?, ah, sí, Charlie McCarthy. Ahora que ha cumplido su misión, está desactivada. Ya puede regresar a la base, coronel.
El coronel Casey retrocedió lentamente.
—¿Por qué? —preguntó.
Dade Grant se estaba quitando la barba y la peluca. Se pasó un trapo por la cara para borrar todo rastro de maquillaje y ofreció a los presentes un rostro de hombre joven y atractivo. Dijo:
—Lo que él le ha dicho, o lo que le han dicho a través de él, es verdad. No es más que un simulacro, desde luego, pero constituye un duplicado exacto de un miembro de una de las razas inteligentes de la galaxia, la que, según nuestros psicólogos es susceptible de causarles más horror, en el caso de que fueran ustedes violentos e incurables xenófobos. No hemos traído a un verdadero miembro de su especie para realizar el primer contacto porque ellos también tienen una fobia: la agorafobia, temor al espacio abierto. Son sumamente civilizados y miembros de importancia de la federación, pero jamás abandonan su planeta.
»Nuestros observadores nos han asegurado que ustedes no tienen esa fobia. Pero no han sido capaces de juzgar anticipadamente el grado de su xenofobia y la única forma de averiguarlo era traer algo en lugar de alguien para comprobarlo, así como para que hiciera el contacto inicial.
El coronel suspiró ruidosamente.
—No puedo decir que esto no me satisfaga en cierto modo. Podríamos convivir con humanoides, sí, y lo haremos cuando llegue el momento. Pero admito que me satisface mucho más saber que la raza dominante de la galaxia es, después de todo, humana en vez de humanoide. ¿Cuál es la segunda prueba?
—Ahora mismo la esta sufriendo. Llámeme... —Chasqueó los dedos —. ¿Cómo se llama la segunda marioneta de Bergen, la que va después de Charlie McCarthy?
El coronel titubeó, pero el sargento le facilitó la respuesta.
—Mortimer Snerd.
—Exacto. Pueden llamarme Mortimer Snerd, y ahora creo que ya es hora de que... —Se tendió sobre la arena y cerró los ojos tal como el hombre—estaca había hecho unos minutos antes.
El burro alzó la cabeza y la metió en el círculo, por encima del hombro del sargento.
—Aquí termina la actuación de las marionetas, coronel —dijo —. Y ahora, ¿querrá decirme por qué es tan importante que la raza dominante sea humana o, por lo menos, humanoide? ¿Qué es una raza dominante?




-Fredric Brown, del libro Paradoja perdida y 12 cuentos más de ciencia ficción-

martes, 16 de diciembre de 2008

Los asesinos

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces por qué carajo lo pones en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tienes algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que eres un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acuerdas?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

-Está bien -dijo George.

-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Dile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Dile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

-Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

-¿De qué se trata todo esto?

-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué crees que se trata?

-No sé.

-¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, dile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.

-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no quieres no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

-¿Está Ole Andreson?

-¿Quieres verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pueda hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeron en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la Sra. Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.

-Bueno, buenas noches, Sra. Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.




-Ernest Hemingway-

sábado, 13 de diciembre de 2008

El entierro prematuro

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.

Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?

-¿Y tú - pregunté- quién eres?

-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?

Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.

-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..

-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.

-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.



-Edgar Allan Poe, del libro Cuentos-

jueves, 11 de diciembre de 2008

Un artista del trapecio

Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

-Franz Kafka-

martes, 9 de diciembre de 2008

Acuérdate

Acuérdate por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra, que era retealta y que tenía los ojos zarcos; y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Ésa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate.
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinero pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre músicas y coros de monaguillos que cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando Señor, otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le. resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato andaba en pleito con lasmarchantas en la plaza del mercado porque le querían dar muy caro los jitomates; pegaba de gritos y decía que la estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la basura,juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos". Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego noslas revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los pocos días de casado y que Natalia, su mujer, para mantenerse, tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio. Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepache, que siempre le. quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos. Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento. Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos con la mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro." Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote. Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo. Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín, donde se estuvo tendido. Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.


 
-Juan Rulfo, del libro El llano en llamas-

sábado, 6 de diciembre de 2008

Monólogo del insumiso

Poseí a la huérfana la noche misma en que velábamos a su padre a la luz parpadeante de los cirios. (¡Oh, si pudiera decir esto mismo con otras palabras!)
Como todo se sabe en este mundo, la cosa llegó a oídos del viejecillo que mira nuestro siglo a través de sus maliciosos quevedos. Me refiero a ese anciano señor que preside las letras mexicanas tocado con el gorro de dormir de los memorialistas, y que me vapuleó en plena calle con su enfurecido bastón, ante la ineficacia de la policía ciudadana. Recibí también una corrosiva lluvia de injurias proferidas con voz aguda y furiosa. Y todo gracias a que el incorrecto patriarca ¡el diablo se lo lleve! estaba enamorado de la dulce muchacha que desde ahora me aborrece.
¡Ay de mí! Ya me aborrece hasta la lavandera, a pesar de nuestros cándidos y dilatados amores. Y la bella confidente, a quien el decir popular señala como mi Dulcinea, no quiso oír ya las quejas del corazón doliente de su poeta. Creo que me desprecian hasta los perros.
Por fortuna, estas infames habladurías no pueden llegar hasta mi querido público. Yo canto para un auditorio compuesto de recatadas señoritas y de empolvados viejitos positivistas. A ellos la atroz especie no llega; están bien lejos del mundanal ruido. Para ellos sigo siendo el pálido joven que impreca a la divinidad en imperiosos tercetos y que restaña sus lágrimas con una blonda guedeja.
Estoy acribillado de deudas para con los críticos del futuro. Sólo puedo pagar con lo que tengo. Heredé un talego de imágenes gastadas. Pertenezco al género de los hijos pródigos que malgastan el dinero de los antepasados, pero que no pueden hacer fortuna con sus propias manos. Todas las cosas que se me han ocurrido las recibí enfundadas en una metáfora. Y a nadie le he podido contar la atroz aventura de mis noches de solitario, cuando el germen de Dios comienza a crecer de pronto en mi alma vacía.
Hay un diablo que me castiga poniéndome en ridículo. Él me dicta casi todo lo que escribo. Y mi pobre alma cancelada está ahogándose bajo el aluvión de las estrofas.
Sé muy bien que llevando una vida un poco más higiénica y racional podría llegar en buen estado al siglo venidero. Donde una poesía nueva está aguardando a los que logren salvarse de este desastroso siglo XIX. Pero me siento condenado a repetirme y a repetir a los demás.
Ya me imagino mi papel para entonces y veo al joven crítico que me dice con su acostumbrada elegancia: "Usted, querido señor, un poco más atrás, si no le es molesto. Allí, entre los representantes de nuestro romanticismo."
Y yo andaría con mi cabellera llena de telarañas, representando a los ochenta años las antiguas tendencias con poemas cada vez más cavernosos y más inoperantes. No señor. No me dirá usted "un poco más atrás por favor". Me voy desde ahora. Es decir, prefiero quedarme aquí, en esta confortable tumba de romántico, reducido a mi papel de botón tronchado, de semilla aventada por el gélido soplo del escepticismo. Muchas gracias por sus buenas intenciones.
Ya llorarán por mí las señoritas vestidas de color de rosa, al pie de un ahuehuete centenario. Nunca faltará un carcamal positivista que celebre mis bravatas, ni un joven sardónico que comprenda mi secreto, y llore por mí una lágrima oculta.
La gloria, que amé a los dieciocho años, me parece a los veinticuatro algo así como una corona mortuoria que se pudre y apesta en la humedad de una fosa.
Verdaderamente, quisiera hacer algo diabólico, pero no se me ocurre nada.
Cuando menos, me gustaría que no sólo en mi cuarto, sino a través de toda la literatura mexicana, se extendiera un poco este olor de almendras amargas que exhala el licor que a la salud de ustedes, señoras y señores, me dispongo a beber.


-Juan José Arreola, del libro Confabulario definitivo-

jueves, 4 de diciembre de 2008

Pesadilla en blanco

Se despertó de pronto, preguntándose por qué dormía si no quería hacerlo. Echó una rápida ojeada a la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Los números, que brillaban en una oscuridad casi absoluta, le indicaron que pasaban unos minutos de las once. Había descansado; fue suficiente una breve cabezada. Se había quedado dormido en el sofá, menos de media hora antes. Si su esposa realmente quería estar con él, habría de ser más tarde. Tendría que esperar hasta estar segura de que la condenada hermana de él estuviera dormida, profundamente dormida.
Resultaba una situación ridícula. Sólo llevaban casados tres semanas, volvían de la luna de miel, y era la primera vez que dormía solo durante ese tiempo. Y todo porque su hermana Débora había insistido absurdamente en que pasaran la noche en su apartamento. Cuatro horas más de viaje y hubieran llegado a casa, pero insistió tanto Débora que tuvieron que aceptar. Después de todo, se confesó, una noche de abstinencia no le vendría mal; de hecho, estaba fatigado y sería mucho mejor aprovechar esta oportunidad para conducir descansado y fresco a la mañana siguiente.
Por supuesto, el apartamento de Debie sólo tenía un dormitorio y él sabía de antemano, antes de aceptar su invitación, que no podría acceder a su ofrecimiento de dormir fuera y dejarles a él y a Betty en la habitación. Hay formas de hospitalidad que uno no puede aceptar, ni siquiera de nuestra dulce y cariñosa hermana soltera. Pero estaba seguro, o casi seguro, que Betty esperaría a que Débora se durmiera para ir a reunirse con él, aunque fuera breve el momento de intimidad, ya que se sentiría cohibida pensando que algún ruido podía despertar a su cuñada.
Seguramente vendría, por lo menos para darle un beso de buenas noches, y quizá se arriesgara a ir un poco más lejos, como él estaba decidido a hacer. Por esa razón la esperaba en silencio.
Claro que ella vendría, sí... la puerta se abrió despacio en la oscuridad y se cerró de nuevo silenciosamente, oyéndose únicamente el chasquido de la cerradura y el suave roce de la negligeé o camisón, o lo que fuera, al caer al suelo. Un momento más tarde, el cuerpo desnudo se estrechaba contra el suyo y la única conversación fue un murmullo.
- Querido... - y después no fueron necesarias más palabras. Ninguna palabra durante los interminables minutos que pasaron hasta que la puerta se abrió nuevamente, esta vez dejando pasar una luz blanca y delineando, con blanco horror, la silueta de su esposa de pie en el marco de la puerta comenzando a gritar.


-Fredric Brown-